Un apolillado chiste celtibérico: un ruso y un español viajan en el mismo compartimento de un tren que atraviesa los campos de Castilla. El ruso contempla ensimismado el paisaje y suspira en voz alta, parece la estepa. Ah, La Estepa, qué mantecadas más ricas, responde el español deseoso de hacer patria ante un extranjero y que quizá con el tiempo votará a vox.

No es seguro que nuestro conocimiento promedio de lo que es Rusia haya ascendido algún grado sobre la opinión de aquel remoto devorador de mantecadas, y esta ignorancia incluye a la vasta extensión de países soberanos que la rodean. Los más cultivados de entre nosotros basan su rusofilia en la excelsa cultura que nos ha llegado de aquel país desde el romanticismo: Pushkin, Tolstoi, Dostoyevski, Chéjov, Tchaikovski, Stravinski, Shostakovich, la lista es interminable. Navegamos por las páginas de estos creadores y por las notas de sus composiciones, que llegan nítidas hasta el confín más occidental de Europa e impregnan lo que llamamos soñadoramente la civilización europea.

Pero en aquella otra Europa, que aquí llamamos oriental y sus habitantes afirman que es central, tienen otra perspectiva. El escritor ucraniano Yuri Andrujovich, al que la agresión a su país ha dado visibilidad en el nuestro, lo cuenta así: en Ucrania, Pushkin tiene más de un centenar de estatuas y monumentos dedicados en multitud de localidades, lo que deja de ser un reconocimiento a su obra para convertirse en la expresión de una colonización cultural. Pushkin es, en efecto, ruso étnico y el padre de la literatura rusa en el momento imperial de Moscú, cuando se extendía por Asia y afirmaba su dominio en las tierras que llegan hasta el Pacífico, el hogar de naciones que un personaje de Anna Karenina llama tribus indígenas.

Andrujovich tiene un ramillete de obras publicadas en España. Este lector ha peleado durante unos días con su libro de ensayos, El último territorio, para descubrir que lo que se muestra en sus páginas es una geografía, una historia y una cultura ignotas y en gran medida ininteligibles, por las que ahora mismo estamos en guerra, aunque quizás todas las guerras son así: una apuesta por lo desconocido en medio de una fervorina de emociones.  Los lectores curiosos de nuestra generación descubrieron en las páginas del historiador Tony Judt (Postguerra, 2006) que hacia levante, tras el llamado telón de acero, había otra Europa de la que no sabíamos ni una palabra, sellada a los ojos occidentales por los acuerdos de Postdam. Ahora, la Europa de los 27 tiene dos agendas, dos marcos referenciales y dos capitales: la administrativa en Bruselas y la militar en Varsovia. En los dominios de Bruselas, estamos a nuestras ocupaciones habituales: el déficit, el equilibrio fiscal, la oferta y la demanda y la conservación del atribulado sistema liberal de mercado en el que cada semana naufraga un banco. Los que fueron firmantes del primer pacto europeo a este lado del Elba (1952) tiemblan: Francia está en llamas; Alemania, absorta en el empeño de salvar su potencia industrial; Italia, bajo un gobierno ultraderechista. De la lejana Varsovia, donde aún está vivo el espanto que produce su vecino oriental, viene otro mensaje: armas, armas, armas. Incluso han implantado un estado de excepción que ya ha caído sobre, al menos, un prisionero: el periodista español Pablo González.

Europa, que a nuestra generación le parecía un prometedor y feliz destino, se ha convertido en un rompecabezas en el que los europeos parece que fuéramos a naufragar. Al viejo le asalta una imagen cinematográfica: las aguas del río Neva tragándose a los caballeros teutónicos, es decir, las fuerzas de occidente, en la batalla contra Aleksandr Nevski, un santo ancestral de la devoción de Putin.

(La imagen en encabeza este comentario es una efigie de Aleksandr Pushkin en San Petersburgo)