Bertrand Duguesclin (1320-1380) fue un hombre de armas que prestó servicios mercenarios en las guerras de Francia y Castilla. Allende los Pirineos es un celebrado personaje histórico pero a este lado de la cordillera solo tiene dedicada una línea en los libros escolares por su intervención en una de nuestras innumerables guerras civiles, en la que apoyó a uno de los dos contendientes mientras se disputaban el trono a cuchilladas y destiló la famosa frase ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor. De la débil huella de Duguesclin en la cultura histórica española vale la pena observar un par de rasgos. Primero, el éxito de la frase que se le atribuye y que vaga por el lenguaje sin contexto, y segundo, que suele ser citada sin la segunda parte de la proposición, que se da por sobreentendida. Así, ni quito ni pongo rey suena de modo parecido a no soy de derechas ni de izquierdas, un salvoconducto verbal que se presenta como el colmo de la ecuanimidad pero que identifica a la gente de derechas y da por supuesto que el titular actúa para su propio interés privado.

El caso es que la coalición reaccionaria necesita cinco votos adicionales para ganar la investidura de don Feijóo y derogar de una vez el sanchismo y ha faltado tiempo para que alguien llamara a buscar en las filas del pesoe a esos cinco duguesclines, más corrientemente llamados tamayos y ahora bautizados como buenos socialistas, El recurso a la traición en las filas del adversario tiene un exitoso precedente en nuestra reciente experiencia parlamentaria con el  nombre de tamayazo. Ocurrió en la comunidad de Madrid a cuya presidencia accedió doña Esperanza Aguirre por la traición de un par de diputados regionales elegidos en las listas socialistas y desde entonces la derecha madrileña ha vivido dos burbujeantes décadas de éxitos electorales ininterrumpidos y de corrupción política y económica proliferante, convertida la plaza en una pesadilla para la izquierda. La traición premia sin duda a los traidores y a quienes los compran en el objetivo inmediato de ganar la batalla, pero también hiere de muerte al traicionado, exhibe su debilidad, aniquila su reputación, lo desnorta y desmoraliza a los suyos y, en último extremo, destruye la credibilidad de las reglas de juego, como puede apreciar cualquier observador de la situación de Madrid.

El cuerno que anuncia la cacería de los buenos socialistas lo ha soplado, como es propio, un aristócrata voxiano, don Espinosa de los Monteros, simplemente por el placer de ver las presas atrapadas en el lazo ya que el beneficio directo sería para sus socios del futuro gobierno. La respuesta ha sido un discreto silencio porque estas cacerías requieren astucia, paciencia y calma hasta que la presa acepta el cebo y se mete en la trampa. Si se alborota el coto, las posibles piezas huyen; ya lo ha hecho alguno de los señalados por los monteros.

Lo que no obsta para que los observadores jaleen el acecho, excitados por ver a don Sánchez colgado de un gancho. Don Fernando Savater lo ha dejado escrito en su homilía sabatina del diario de referencia: Sánchez ha perdido las elecciones: por mucho que salte y vocifere [sic], no está vivo sino mal enterrado. Basta para avanzar que un puñado de socialistas decentes apoyen a quien ha ganado y rematen la tarea patriótica [sic], difícil pero inaplazable. Cosas veredes, el ilustre catedrático de ética convertido en trasunto de Millán Astray.

¿Qué ocurrió el día en que Bertrand Duguesclin entró en la historia de España? El esquema teatral de la escena es el siguiente: dos hermanos pelean puñal en mano por el trono de Castilla y el condotiero bretón sujeta a uno de ellos para que el otro le mate, pero echemos un vistazo al contexto, que fue lo que los historiadores llaman la primera guerra civil castellana. Los contendientes son el legítimo rey Pedro I, llamado el Cruel por los nobles y el Justiciero por la plebe, y su hermanastro Enrique II de Trastamara, al frente de una sublevación de la nobleza para recuperar los privilegios y el poder político que les había recortado su hermanastro. El pueblo llano vio en esta rebelión de los poderosos una amenaza a las leyes promulgadas en cortes que defendían a lo que hoy llamaríamos clases populares. La última batalla de esta guerra la ganó Enrique, que obligó a su hermano Pedro a refugiarse en la fortaleza de Montiel, desde donde este intentó un acuerdo de paz a través de Duguesclin, que luchaba en el bando de su hermanastro a la vez que servía a los intereses del rey de Francia. El condotiero traicionó a Pedro y le llevó al campamento de Enrique donde los dos hermanos se enzarzaron en una pelea que hubiera ganado Pedro de no ser por la intervención de Duguesclin. Enrique cortó la cabeza a su hermano y exhibió su cuerpo decapitado en la muralla, el tuiter de la época, y luego resultó ser un rey justo y piadoso, dice la wiki, y la historia de España siguió de esa manera que conocemos: puñaladas, traiciones, reyes felones y reyes buenos, legitimidades de quitapón, duguesclines, villarejos, savateres, el buen pueblo que aplaude bajo el balcón real, y así hasta la próxima.

P.S. Esta nota no puede terminar sin la felicitación a nuestro  paisano don Carlos García Adanero al que los votos de los españoles en el extranjero han retribuido con el último escaño en juego por la traición que perpetró contra su partido. El escaño obtenido es por la circunscripción de Madrid donde podrá aprender mucho sobre traidores, patriotas y otras amenidades.