El cambio climático ha reventado el orden de las estaciones. Lluvias torrenciales, incendios pavorosos, vertiginosas mutaciones de temperatura se alternan sin orden ni concierto y gobiernan nuestros días. Los cuatro jinetes fatídicos –la guerra, el hambre, la peste y la consiguiente muerte- galopan de nuevo y arrastran hasta la puerta de nuestros hogares los efectos de su acción: contagiados de la pandemia, refugiados de la guerra, emigrantes del hambre y precios desbocados en los alimentos, la vivienda, la energía.  El sosiego social es solo aparente porque en cada ciudadano entregado a sus rutinas anida la incertidumbre, la ansiedad y el resentimiento. Es tiempo propicio para el odio y en el vecindario ha aparecido un sujeto inédito en las sociedades democráticas: el hater. La tecnología, la última esperanza de la racionalidad ilustrada, también se ha amotinado y nos sirve para envenenar la conversación pública con bulos, mentiras y demás atrezo de una realidad onírica, que recibe el obsequioso nombre de inteligencia artificial, el último convidado a este festín de locos, y el más voraz.

En este marco desquiciado tiene más oportunidades de alzarse con el santo y la limosna el mejor adaptado al caos, aquel a quien no le afecta a ningún músculo de la cara el empleo de la mentira, la calumnia y la ocultación como herramientas de poder. La clase de tipo cuya carrera pública no se ve alterada ni en lo más mínimo por el hecho de darse a conocer en compañía de un narcotraficante con el que intercambia caricias untadas en crema solar para sobrellevar juntos el bienestar de un verano perpetuo.  Nadie es perfecto, pero si hemos de juzgar por lo visto en el debate televisivo de ayer, ese tipo adaptado a la confusión extrema es sin duda don Feijóo.

El debate se convirtió de inmediato en una escena goyesca, con los contendientes hundidos en su propio barro y atizándose garrotazos sin tregua. Pero hasta la más sucia riña callejera exige alguna atención para discernir quién y por qué está mejor dotado para estos lances. El candidato don Sánchez es un joven impetuoso, arrogante y seguro de sí mismo, pero juega con reglas autoimpuestas propias del deporte y actúa como si estuviera en mitad de la cancha impulsado para encajar la pelota en la red. Olvida que en política también se juega desde la grada, y esa es la posición que ocupó su antagonista, sumergido en la hinchada para la que el primer objetivo no es ganar el partido, ni mucho menos hacer un juego bonito, sino partirle las piernas al adversario; lo demás vendrá de añadidura. A don Sánchez le desestabilizaron ayer con las mismas tácticas de hooligan que desestabilizaron a Vinicius unas semanas atrás.

El único cuidado de don Feijóo era no ser visto en compañía de sus vecinos de grada, los neofascistas que serán sus socios de gobierno, y lo consiguió eludiendo la cuestión con un asombroso alarde de cemento facial. ¿Narcotraficante? No tenía ni idea de que ese señor del que usted me habla lo fuera. ¿Vox? ¿Quiénes son esos señores? En todo caso, el veterano político sabe que esos melindres son irrelevantes para el votante de derecha y difícilmente van a movilizar al votante de izquierda. La cara dura tiene mucho predicamento en este corral.

No es fácil aventurar si la gallera de ayer movilizará algún voto en algún sentido. La audiencia fue colosal: 5,9 millones de espectadores, la emisión no deportiva más vista del año, pero las expectativas levantadas por el debate desaparecieron en el primer minuto. Las formas que se vieron ayer –irritadas en don Sánchez, cínicas en don Feijóo- responden al cariz agónico que está adoptando la historia en este tiempo, no solo en España. El próximo día 23 no votaremos por el futuro que queremos sino por el presente que menos nos disgusta.