En una entrevista, la ministra de la cosa militar, doña Robles, insiste en el sufrimiento de los ucranianos y hace dos afirmaciones netas. Una, que los soldados españoles no lucharán en Ucrania. Dos, que aumentar el arsenal de defensa es invertir en seguridad y en creación de empleo, y, para ilustrar esta última afirmación, ofrece algunos datos de empleo en los astilleros españoles que construyen fragatas y submarinos. El primer aserto de la ministra es la formulación de un deseo pues los soldados españoles combatirán o no allende de la raya de Ucrania según discurran las circunstancias de la guerra, que, por ahora, están presididas por una completa incertidumbre. La segunda afirmación, en cambio, es un hecho indubitable: la guerra y el pleno empleo son hermanos siameses, lo que explica por qué las naciones se enfrascan en algún conflicto armado para salir de las crisis crónicas del capitalismo global.

Las dos afirmaciones de la ministra componen un paisaje idílico. Las familias españolas no tendrán que llorar a los caídos en el campo de batalla y disfrutarán de añadidura de los ingresos producidos por el empleo en la industria de guerra. Es una imagen tan publicitada en los documentales del siglo pasado que no necesitamos imaginarla. Ahí están, hombres y mujeres sonrientes y febriles, ceñidos a la maquinaria que produce en serie ojivas de mortero y cartuchos de fusil de los que ya sabemos que ahora mismo hay una severa carencia. Si a esta oferta añadimos los recursos hosteleros de uno de los países mejor dotados del mundo en este sector para reposo y distracción de los combatientes en sus periodos de permiso en retaguardia, el futuro va a ser la repanocha y los beneficios obtenidos por algunos vivales con el pasado déficit de las mascarillas van a ser moco de pavo con el maná que ha de llover ahora. Se ve que los ministros piensan en todo.

Entretanto, la guerra de Ucrania está moldeada por las emociones, que son un frágil soporte de la convicción y de la acción subsiguiente. ¿Cuánto tiempo va a durar en el ánimo de la sociedad occidental la compasión por la atribulada población ucraniana y la aversión que provoca su agresor Putin? La guerra es forzosamente aceptada por el que sufre el golpe. Pero los que no están en  escenario del conflicto adoptan una actitud más cauta y expectante, tanto más si, como es este caso, la pelea se sitúa a tres mil setecientos kilómetros, sin perjuicio de que ensayen gestos más o menos llamativos de compasión y ayuda a los agredidos.

Los gobiernos saben lo difícil que es encauzar a la opinión pública ante un estado de guerra que no afecta directamente a la sociedad. El presidente Roosevelt era un firme partidario de intervenir en la guerra europea contra Hitler pero tenía enfrente una robusta opinión aislacionista que le impedía tomar la decisión final, hasta que los japoneses tuvieron la amabilidad de cortar el nudo gordiano bombardeando Pearl Harbor, una acción que Roosevelt ya esperaba y que puso en marcha el complejo industrial-militar para operar en dos frentes, en el Atlántico y en el Pacífico, distantes entre sí diez mil kilómetros.

En la guerra de Ucrania está también involucrada otra hipotética guerra en el Pacífico, esta vez contra China, cuyas propuestas de paz rechazamos los aliados occidentales porque no se ajustan a nuestro exquisito sentido moral ni a otros intereses menos confesables o, para decirlo con más precisión, a los intereses  de nuestro jefe de coalición en Washington, que dirige también las operaciones militares de este bando. Es el estilo europeo de hacer las cosas mal: un chiflado mata a un archiduque en Sarajevo, años después otro chiflado invade los Sudetes y más tarde otro encabrona a Ucrania y, después de cada episodio y unos años de guerra, una mortandad inabarcable y el propósito firmísimo de no repetirlo nunca más, vuelve la pax americana.