La muerte es el negocio de la iglesia católica y su producto estrella -una parcela soleada en el más allá con todos los aditamentos para una felicidad eterna- le proporciona una clientela segura e ilimitada. La iglesia siempre está avizor cuando de la muerte se trata. Durante la eclosión de la pandemia, los portavoces de la empresa han permanecido cautelosamente mudos por razones comprensibles. Aún no era tiempo para celebrar la cosecha y no podían recurrir al argumentario tradicional que atribuye la peste a la impiedad de la sociedad sin provocar una reacción anticlerical. Tampoco podían, claro, recomendar a su clientela que se sumara a las medidas profilácticas dictadas por el gobierno social-comunista y chocar así con los manifestantes del barrio de Salamanca. Incluso aceptaron sin rechistar las restricciones al culto, aplicables a todas las formas de reunión social, y el veto sanitario que impedía la presencia de sus funcionarios junto al lecho de los moribundos en hospitales y residencias geriátricas. Esta aparente inhibición eclesial puso de los nervios a su feligresía, que exhibieron corbatas negras y llevaron los difuntos al parlamento, como si fuera al juicio final, mientras los cuerpos aún estaban calientes y las almas en el limbo del estado de alarma.
El gobierno, a su turno, pensó que era una buena idea celebrar un gran funeral de estado cuando lo aconsejaran las condiciones sanitarias y lo decretó para el próximo 16 de julio. Error. Los obispos han detectado el peligro y han organizado un gran funeral de estado que, si dios quiere, se celebrará este lunes, diez días antes. Si los rojos se creen que van a confiscar ni un ápice de los negocios del conglomerado reaccionario aprovechando la martingala coronavírica, van dados. Ni impuestos a las grandes fortunas ni funerales de por libre. Es cierto que los rojos no entienden ni de riquezas ni de ceremonias funerarias porque la vida les obliga a estar a otras preocupaciones y, en ese sentido, el gobierno se ha metido en un jardín porque no hay ningún precedente de funeral de estado que no presida el jefe de los obispos y los obispos también. Así que, ¿dónde hacer y cómo un funeral laico? El problemón para los servicios de protocolo de La Moncloa tiene incluso derivaciones estadísticas. El gobierno, que dice guiarse por la razón y la ciencia, no sabe cuántos muertos son imputables al coronavirus, así que ¿por quién se celebra el funeral? He aquí una pejiguera que no afecta a los funerales episcopales, los cuales no se celebran por las víctimas de tal o cual circunstancia sino por sus almas, y nadie ha necesitado nunca contar las almas, así que pueden ser el doble, el triple o cien veces más que las que cuenta ese diablillo de don Fernando Simón.
Y ahora ¿qué?, ¿habrá dos funerales de estado?, ¿cuál es el bueno? Un alma cándida podría sugerir que la iglesia católica, si de verdad estuviera incardinada en el pueblo fiel, conocería a través de las parroquias quiénes han fallecido por el coronavirus; párrocos y coadjutores habrían atendido a sus familiares, y celebrarían un sencillo y sentido funeral en la parroquia para que los despidieran vecinos y amigos. Pero eso es demasiado esfuerzo, demasiada modestia, demasiada fe. Aquí de lo que se trata es de contraprogramar al gobierno.