Un novelista que sencillamente prescinde de los grandes acontecimientos públicos que le ha tocado vivir es, por lo general, un majadero o un simple imbécil.  (George Orwell, En el vientre de la ballena, 1940).

 Las líneas que siguen están dedicadas a presentar la figura y la obra del escritor británico George Orwell como parte de un ciclo de dos conferencias  programado por la Biblioteca de Barañáin (Navarra) y celebradas en octubre-noviembre de 2016 con el título Maestros disidentes, que aspiraban a examinar la obra del propio Orwell y la de Albert Camus, al que se dedicará la siguiente sesión.

George Orwell y Albert Camus son, no haría falta recordarlo, dos escritores muy relevantes de la mitad del siglo XX, cuya huella intelectual y moral se ha acrecentado en los cambios históricos de estos primeros años del siglo XXI, de manera excepcional y por encima de otros maestros del pensamiento de su generación, como si la historia, de cuya corriente principal fueron disidentes en vida, se viera obligada a darles la razón  a título póstumo. Ambos son autores de algunas de las obras de ficción que quedarán como señal indeleble de la literatura del siglo pasado (1984 o Rebelión en la Granja, de Orwell, o El extranjero y La peste, de Camus) y los ensayos de ambos iluminan lo que fue el humanismo en el tiempo atrozmente cruel que les tocó vivir.

Las visiones del mundo, el contenido de las obras y los estilos literarios de Orwell y Camus son muy diferentes y sin duda ambos se hubieran extrañado de verse emparejados en una empresa común. En vida no llegaron a conocerse; una cita en la que debían haberse encontrado al término de la guerra mundial en el café Les Deux Magots del París recién liberado se frustró porque Camus no acudió al encuentro. En este ciclo respetaremos la individualidad de cada uno, sus circunstancias y su propio e intransferible proyecto literario, y a este fin, ambos autores, como se ha dicho,  serán tratados en sesiones distintas y separadas en el tiempo. Pero no se pueden negar algunas coincidencias históricas de la experiencia vital y literaria de ambos que hacen pertinente su consideración conjunta. Examinaremos tres de estas coincidencias, que resumen tanto su trayectoria existencial como la importancia de su legado en la actualidad, toda vez que son experiencias de que alguna manera identifican los tres grandes azotes del siglo XX cuyas consecuencias gravitan sobre la situación actual del mundo:

Imperialismo. Orwell y Camus tienen en común su nacimiento y su experiencia temprana en países (India y Argelia, respectivamente) pertenecientes en aquella época a grandes estados imperiales europeos. Ninguno de los dos pertenece, pues, a las elites culturales de las respectivas metrópolis a las que ascendieron por propio mérito. Si fueron figuras estelares de los mundillos literarios de Londres y París, lo fueron de manera adventicia. Experimentaron en carne propia las espinosas consecuencias del colonialismo, y su conciencia vivió fracturada entre su sentido de la justicia, tal como la inspira el humanismo europeo, y la realidad de la experiencia colonial en sus países de origen. El imperialismo colonialista fue la seña de identidad de Europa durante los dos primeros tercios del siglo pasado, origen de dos guerras mundiales y de innumerables conflictos de descolonización posteriores, cuyos efectos aún no han cesado de condicionar la agenda política internacional.

Fascismo y comunismo. Orwell y Camus se sintieron directamente concernidos por la guerra civil española. El primero militó con las armas en la mano a favor de la República y el segundo fue un incondicional partidario de ésta y de lo que representaba. Ambos escribieron páginas memorables de este acontecimiento y, para ambos, la lucha contra el fascismo fue el pasaje juvenil a la política y el punto de partida de toda su experiencia posterior como intelectuales y como ciudadanos. El antifascismo fue el basamento sobre el que se levantaron las sociedades democráticas europeas después de la segunda guerra mundial y fue también el humus en el que crecieron las disidencias respectivas de los dos autores. Orwell y Camus coincidieron en el rechazo al totalitarismo, enfatizaron el valor del individuo y del propio pensamiento individual en un momento en que la izquierda a la que pertenecían se escoraba mayoritariamente hacia la negación de los valores individuales en nombre de una utopía histórica y a favor de la Unión Soviética, el lugar del mundo donde se había implantado el socialismo real. En la medida que esta cuestión estuvo enmarcada en el severo contexto de la guerra fría, Orwell y Camus, cada uno en su circunstancia, se vieron desplazados a posiciones que los alejaban de sus antiguos compañeros de viaje y que los situaban en lo que entonces se consideraba el campo enemigo. Esta ambigüedad política, propia de la perspectiva de la época, les ha otorgado su actual pervivencia después de que, tras la caída del muro de Berlín, Europa recuperase la perspectiva que ellos habían adoptado y de la que ahora podemos considerar adelantados.

Humanismo y resistencia. El rasgo que probablemente mejor identifica a Orwell y a Camus, y que constituye su herencia más valiosa, es la inequívoca apuesta por el individuo y la conservación de su conciencia, así como sus estrategias para mantenerse erguido y lúcido en un universo dominado por fuerzas que aspiran a anularlo, y, desde esa libertad conquistada, alcanzar la fraternidad y la igualdad con los otros.  El concepto genérico que podría identificar la obra de ambos es el que se acuñó en toda Europa bajo la amenaza del fascismo: la resistencia. Esta actitud no solo les ganó adversarios sino que, en tanto que era una posición política al albur de circunstancias cambiantes, no estuvo exenta de errores.

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La experiencia colonial

Eric Arthur Blair, que era el verdadero nombre de George Orwell, nació en 1903 en la localidad india de Motihari y era hijo de un funcionario británico de la administración colonial del comercio del opio y de su esposa de origen birmano. A los dos años, su madre, su hermana y él se mudaron a Inglaterra mientras el padre se quedaba en la India. Puede decirse, pues, que Orwell pasó su infancia huérfano de padre. Fue un alumno tempranamente destacado desde la escuela parroquial donde recibió las primeras letras. Cursó estudios preparatorios con beca en Saint Cyprian, una de las escuelas de mayor renombre del país y finalmente asistió, también con beca, a las escuelas superiores de Wellington e Eton donde se han formado históricamente las elites del Imperio Británico y donde él hizo algunas duraderas amistades con personajes del futuro establecimiento literario, como Cyril Connolly.

Al término de sus estudios en Eton, Eric Blair no pasó a la universidad por falta de recursos económicos e imposibilidad de conseguir una beca, y solicitó el ingreso en la policía imperial con destino en Birmania en la que permaneció cinco años como oficial. La experiencia como policía colonial constituyó un choque determinante para su temprano rechazo del imperialismo, que mantuvo hasta el final de sus días. Observó directamente el clima social embrutecedor que reinaba en los círculos de los blancos colonialistas y el abismo de las clases sociales teñido de un virulento racismo, lo que lo convirtió en partidario de la independencia de la India y en un antiimperialista convencido. De este periodo data su primera colección de escritos entre los que destacan dos relatos, El ahorcamiento y Matar a un elefante. El primero, como indica el título, describe la ejecución de un delincuente nativo en la cárcel. La narración se articula mediante la interacción de tres sujetos que participan en la historia, el reo, las autoridades y funcionarios de la cárcel, de las que el propio autor-narrador formaba parte, y un perro que corretea por el patio e irrumpe en la ejecución. Orwell era sensible a los animales domésticos, sus actitudes y comportamientos, y, como se verá más adelante, inspiraron parte de su universo literario. El ahorcamiento está tejido con un lenguaje directo, atenido a los detalles, y la atmósfera del cuento está impregnada de una desgarradora tristeza. El segundo relato narra la ejecución de un elefante doméstico que se había vuelto majareta a cargo del protagonista narrador en su condición de policía con autoridad para estos menesteres. Aquí Orwell urde un relato con varios niveles de complejidad en el que se describe, el papel del policía británico frente a una masa expectante de nativos que lo odian a la vez que lo necesitan para matar al elefante, los vaivenes de la conciencia del propio policía ante la acción que se ve abocado a ejecutar y, por último, la muerte del proboscidio precedida de una larga agonía y convertida por último en un acto cruel e indigno. Ambos relatos dan noticia de las cualidades literarias de Orwell para el reportaje, que se harán manifiestas más adelante en Homenaje a Cataluña: mirada atenta sobre los acontecimientos, economía narrativa y precisión en la prosa, de lo que deriva no tanto un discurso ideológico cuanto un efecto moral. Las pocas páginas de estos relatos mencionados ofrecen, sin truculencia alguna ni digresiones discursivas, un paisaje devastador de lo que es el colonialismo.

Estos primeros ensayos narrativos revelan también el interés de Orwell por los humillados y desarraigados de la tierra, con los compartió circunstancias durante el periodo siguiente de su vida, después de renunciar a su puesto en la policía imperial, y volver a Europa, a Londres y después a París, a donde acudió con el propósito de forjarse una carrera como escritor. De este periodo son testimonio los relatos, El albergue, En el trullo y Casas de posada, en los que describe en primera persona y por propia experiencia su estancia en la cárcel o en centros de acogida de mendigos. Estas incursiones en la vida del último escalón de las clases sociales no las hacía por ningún sentimentalismo ni vocación mesiánica, ni siquiera en busca de materiales literarios, sino porque parecía entender que era en los estratos inferiores de la sociedad donde podía descifrar su funcionamiento y  la condición de los individuos que viven en ella. En este periodo vivió en un estado cercano a la indigencia y ejerció de lavaplatos, maestro de escuela y librero de segunda mano (oficio al que dedica un bienhumorado y entrañable relato. Recuerdos de un librero). Todas estas experiencias están recogidas en su primera obra importante, Sin blanca en París y Londres. Fue en esta época cuando adoptó el pseudónimo literario de  George Orwell, en íntimo homenaje al santo patrón de Inglaterra, y lo hizo al parecer para no incomodar a sus padres a cuyo domicilio tuvo, por último, que volver, enfermo y sin blanca, para escribir Los días de Birmania, La hija del clérigo, basada ésta en su experiencia como maestro, y Que no muera la aspidistra, sobre su experiencia como librero.

Viaje a España

A principios de 1936, año en que Orwell se casó con Eileen O’Shaugnessy y adoptaron un niño, el editor izquierdista Victor Gollanz le propuso escribir un libro sobre la clase obrera de las zonas mineras y textiles del norte de Inglaterra. Para Orwell fue una ocasión de oro para conocer de una forma metódica y específica la vida de la clase obrera y el resultado fue El camino de Wigan Pier, publicada en 1937, donde vierte no solo un sistemático estudio sobre las variables que determinan las condiciones de vida de los trabajadores (salarios, horarios laborales, coste de la vida, condiciones sanitarias y de vivienda, etcétera) sino también algunas teorías sobre la mentalidad de los trabajadores, su conciencia política y su organización social. El libro puede considerarse el pasaje de Orwell a la condición de escritor socialista y militante comprometido, y el preámbulo de su marcha a España.

La experiencia con los mineros ingleses le había proporcionado no solo un conocimiento certero y próximo de las condiciones de vida de la clase obrera sino también la furia urgente de luchar por su emancipación. Al escritor Henry Miller, al que visitó en París de paso hacia España, le dijo que iba a matar fascistas porque alguien tiene que hacerlo, si bien Miller intentó en vano hacerle cambiar de idea porque aquello le parecía una estupidez. Orwell, que consideraba que el fascismo era un compendio de todo lo que odiaba – una suma de arrogancia militar, solipsismo racista, matonismo y codicia capitalista–  no se arredró por las advertencias y consejos a contrario, demostrando una vez más la independencia de criterio que caracteriza toda su carrera profesional y política. Consiguió del Partido Laborista Independiente (ILP, por sus siglas en inglés, una escisión izquierdista del Labour Party), del que no era afiliado, una carta de recomendación y llegó a Barcelona el 26 de diciembre de 1936, y ese mismo día, guiado por el delegado del ILP en la ciudad ingresó en la milicia del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), una pequeña formación de izquierda comunista desvinculada del Komintern, fundada apenas un año antes e implantada sobre todo en Cataluña bajo la dirección de Andreu Nin, cuyos  antecedentes en el pasado guardaban alguna relación con Trotsky, por lo que todo el mundo entendia  que era una organización trotskysta, precisión que es útil conocer para entender mejor los sucesos que vinieron después.

Orwell no tenía ninguna relación orgánica ni afinidad especial con el POUM, y de sus observaciones sobre el terreno dedujo que quizás se hubiera sentido mejor junto a los anarcosindicalistas de la CNT. Pero lo cierto es que se mostró leal hasta el último minuto, cuando su vida estaba ya en peligro después de la ilegalización del partido, con las milicias en las que había ingresado y sobre las que tiene observaciones de su estancia en el frente cargadas de un sentimiento que solo puede calificarse de fraterno.

Después de un breve periodo de precario entrenamiento militar en el cuartel Lenin de Barcelona, donde Orwell aparece en alguna fotografía tomada en el patio en la que destaca su enorme estatura física sobre las cabezas de los demás voluntarios, fue enviado al frente de Aragón en Alcubierre, por entonces un frente estático, en cuyas trincheras estuvo en los primeros meses de 1937 y del que confesó con su proverbial honradez: el tiempo que pasé en el frente fue el más inactivo de la guerra. Dejemos de lado que este tiempo inactivo le costó un balazo en la garganta que a punto estuvo de acabar con su vida para aceptar que, en efecto, aquello por lo que es memorable el testimonio de Orwell en España es por su visión y sus reflexiones sobre los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, de lo que hablaremos más adelante.

La experiencia de la guerra civil española determinó para siempre la posición política de Orwell y el libro que dedicó a esta experiencia –Homenaje a Cataluña, escrito en 1938- constituye uno de los testimonios más tempranos, inmediatos, veraces y luminosos de lo que fue el conflicto y de sus implicaciones. Una de las virtudes de Orwell como escritor, derivada seguramente de la limpieza de su mirada, fue su capacidad para inferir consecuencias políticas de largo alcance a partir de observaciones sobre experiencias concretas. Véamoslo.

Homenaje a Cataluña

La lucha por el poder entre los distintos partidos republicanos españoles es un asunto triste y lejano que no tengo deseos de revivir. Si lo menciono es solamente para lanzar una advertencia: no se crean nada, o casi nada, de lo que lean acerca de los asuntos internos del bando republicano. Sin importar la fuente no será más que mera propaganda partidaria, es decir, mentiras. La pura verdad sobre la guerra es más simple: la burguesía española vio la ocasión de aplastar al movimiento obrero y la aprovechó, con ayuda de los nazis y de las fuerzas reaccionarias del mundo entero. Dudo que algo distinto pueda sacarse en claro jamás. (George Orwell. Recuerdos de la guerra de España, 1942). 

Cuando Orwell llega a Barcelona en diciembre de 1936, las milicias populares han abortado el golpe de estado en la ciudad y de una manera espontánea se han hecho cargo de la defensa y de los servicios públicos. Una atmósfera comunal y proletaria reina en todas partes: en el comercio, en la indumentaria de la gente, en los modos de relación entre los individuos. Orwell se siente fascinado y sorprendido a la vez por esa mutación de la sociedad que parecía impregnada de una extraña dignidad: “No entendía muchas cosas, algunas ni siquiera me gustaban, pero supe que era el estado de cosas por el que valía la pena luchar”, escribe. Orwell se mantendrá leal a la causa antifascista del proletariado español hasta que los sucesos de mayo de 1937 le obliguen a abandonar España. Esta lealtad probada no le llevó sin embargo a renunciar a su propia visión de los acontecimientos y su mirada captó de inmediato las deficiencias de la situación. En el cuartel Lenin, donde está destinado, advierte la precariedad del armamento y las deficiencias de la instrucción, que describe con pinceladas certeras, sin renunciar a detalles muy vivaces derivados de sus intransferibles fobias, como cuando compara un porrón de vino blanco con la bacinilla de un hospital o cuando sentencia que “hay cinco cosas importantes en la guerra de trincheras, la leña, la comida, el tabaco, las velas y el enemigo”, una observación que relata de manera sintética la falta de intendencia de su bando y la quietud del frente de Aragón, en el que apenas se registran en esas fechas algunas escaramuzas e intercambios de disparos.

El texto de Homenaje a Cataluña correspondiente a estas primeras semanas en el frente está esmaltado de observaciones políticas, además de militares, cuya perspicacia con el paso del tiempo nos es evidente, y que ofrecen un cuadro de la debilidad no solo material sino también política de las posiciones revolucionarias. Por ejemplo, apunta que con la caída de Málaga (febrero de 1938, tras la que se produjo una horrible masacre de represalia por los fascistas) “se oye hablar por primera vez de traición”. Pero, en general, las observaciones de Orwell tienen que ver con las condiciones físicas de las trincheras: la suciedad, la falta de alimento y el armamento escaso (más tarde observaría que quizás fue una política deliberada del gobierno republicano), que le llevan a confesar: “tenía la impresión de que aquel había sido uno de los periodos más inútiles de mi vida”. Una afirmación análoga a la que hizo el poeta John Cornford,  voluntario inglés y como Orwell adscrito al POUM,  combatiente en el frente de Aragón y muerto en diciembre de 1936 en el frente de Jaén. Es autor de un poema Luna llena de Tires: Antes del asalto a Huesca, en el que dejó escrito: “lo peor de esta guerra no es la incomodidad y el peligro sino el aburrimiento”. Este malestar de Orwell no hizo que menguara su solidaridad con la causa -“había respirado el aire de la igualdad”, “las milicias españolas, mientras duraron, fueron una versión microscópica de la sociedad sin clases”, escribe- ni su irreprimible simpatía por el pueblo español del que dice, “su innata honradez y su omnipresente inclinación anarquista harían tolerables las primeras etapas del socialismo, si tuvieran oportunidad”.

A finales de abril de 1937, Orwell regresa del frente con un permiso, después de más de tres meses de servicio en las trincheras, y advierte de inmediato que  “el clima revolucionario de Barcelona se ha desvanecido”. En la vida de la ciudad detecta el retorno de la estratificación social que parecía haber desaparecido tres meses antes, el desinterés por la guerra y el deseo entre la población de que acabara, y “el desánimo del proletariado por la formación del ejército popular y la convicción de que el impulso obrero había sido destruido”. Las observaciones de Orwell describen hechos -algunos, como la formación del ejército de la república, necesarios para las necesidades de la guerra- pero también destilan un lamento por la pérdida de la realidad igualitaria y fraternal que habían levantado los revolucionarios en lo que otea un conflicto latente, que, en efecto, estallará en pocos días. En esas fechas de últimos de abril, Orwell, que está con su esposa, que ha ido a visitarle a Barcelona, se dedica a sus propios asuntos, intenta reponerse del hambre padecida en las trincheras y come lo que puede hasta indigestarse, compra una pistola para su defensa personal e intenta enrolarse para ir al frente de Madrid, resolviendo de este modo la doble necesidad de salir del opresivo clima de Barcelona e ir a un frente donde había lucha real y se estaba jugando el destino de la República y de la revolución. Pero este propósito topa con el obstáculo de que las milicias de Madrid las dirigen los comunistas del PSUC, que le impiden el enrolamiento.

Los sucesos de mayo

El día tres de mayo estalla el conflicto armado que se conoce con el ambiguo nombre de sucesos de Barcelona, en el que se enfrentaron dos bandos y dos proyectos políticos que convivían en el seno de las fuerzas antifascistas. Uno, encarnado por el anarcosindicalismo de la CNT y los poumistas, que sostenían que la revolución y la lucha contra el fascismo eran lo mismo y debían hacerse simultáneamente, y otro, que representaban las fuerzas nacionalistas de clase media de Esquerra Republicana, los socialistas del PSOE y los comunistas del PSUC, dominantes en la Generalitat, que sostenían la necesidad de combatir en primer término a los militares sublevados mediante el robustecimiento de los poderes del gobierno y la reconstrucción del ejército republicano. Esta política implicaba poner a las milicias de partidos y sindicatos revolucionarios bajo el mando del gobierno y la disciplina del ejército, y privar a los sindicatos, singularmente a la CNT, de las áreas de poder conquistadas durante los meses anteriores. Orwell estaba escindido entre su querencia libertaria y su comprensión de los hechos, así que su actitud no era unívoca. Él mismo había sido policía y sabía lo bastante de estrategia y poder militar como para comprender que la unificación de las milicias bajo un mando centralizado era una necesidad: “Aferrarse a los fragmentos del control obrero y repetir como loros fines revolucionarios es más que inútil: no resulta sólo obstaculizante, sino también contrarrevolucionario, porque conduce a divisiones que los fascistas pueden utilizar contra nosotros. En esta etapa no luchamos por la dictadura del proletariado”.

El conflicto empezó con el asalto de guardias de la Generalitat a la Telefónica, colectivizada como todas las industrias de Cataluña y en poder de la CNT desde el principio de la guerra, que de este modo controlaba la totalidad de las comunicaciones de Barcelona. Un factor que pesó en la decisión de la Generalitat para golpear a los anarcosindicalistas fue la existencia autónoma de escuadras de la muerte de la FAI que llevaban a cabo asesinatos y paseos y constituían un factor de alarma y resistencia en la población contra la causa de la República. Orwell no cita estos datos ni la corrupción que reinaba en un poder tan anárquico y en aquellos momentos tan extenso como era el de la CNT. Tal como lo cuenta en Homenaje a Cataluña, la clase obrera española nunca se hubiera levantado con tanta fuerza y decisión contra los militares golpistas si el objetivo hubiera sido la mera defensa de la República y no la revolución social. En su opinión, el hecho de que el partido comunista se situara del lado del gobierno no tenía que ver con la necesidad de sostener al gobierno republicano y dotar de eficacia la lucha militar en el frente cuanto a que Stalin no quería una situación revolucionaria en España para no poner contra la URSS a las democracias occidentales, singularmente Inglaterra y Francia. La experiencia de Barcelona impactará en el espíritu libertario de Orwell y su propia interpretación de los hechos determinará su actitud anticomunista en el futuro. Quizás su visión de aquellos momentos se pueda resumir en sus propias palabras: “no siento ninguna simpatía especial por el ‘obrero’ idealizado, tal como lo representa el comunista burgués, pero cuando veo a un trabajador enfrentado a su enemigo natural, el policía, no tengo que preguntarme de parte de quién estoy”.

Los enfrentamientos de Barcelona duraron entre el 3 y el 8 de mayo. A las pocas horas de la toma de la Telefónica, todas las milicias armadas y las fuerzas gubernamentales que había en la ciudad tomaron posiciones y se atrincheraron. Orwell cumplió con su compromiso político presentándose en el cuartel general del POUM, donde descubre una vez más el escaso armamento disponible, y durante tres días monta guardia en lo alto del cine Poliorama con orden de no disparar si no es necesario, teniendo enfrente una posición de los guardias de asalto. Hubo intercambio de disparos y bajas, pero en general ningún bando estaba en condiciones de elevar el nivel del conflicto a un punto que pudiera llevar a una guerra civil interna en el territorio republicano. No obstante, los elementos anarquistas más radicalizados, y contra la opinión mayoritaria de la CNT, atacaron a los guardias republicanos y estos respondieron al fuego en diversas ocasiones. En los tira y afloja de esas horas, el conflicto estuvo a punto de extenderse al frente de Aragón donde estaban atrincheradas las milicias anarquistas y poumistas, pero la prudencia de unos y de otros mantuvo a las milicias en su sitio, ajenas al conflicto. El día 5 se declaró una frágil tregua que no evitó la continuidad de los disparos y de las bajas por ambas partes. El mismo día, aparecieron en el puerto de Barcelona dos destructores ingleses, según el POUM con intención de bombardear la ciudad. El día 6, el gobierno aumenta la presión y envía cinco mil guardias desde Valencia y Madrid y en el puerto de Barcelona aparecen un acorazado y dos destructores republicanos. Estas fuerzas adicionales consiguen controlar la situación y la ciudad vuelva a una relativa normalidad el día 8 con la derrota de anarquistas y poumistas.

Orwell cuenta su experiencia de estos días con su proverbial distanciamiento, resalta su circunstancia personal de guardia en una azotea, parecida en la falta de comida y de sueño a la que padeció en las trincheras, y ofrece un relato esmaltado de detalles vistos por él mismo que, en general, tienden a restar gravedad a los hechos, desde la perspectiva, que no cambió más adelante, de quien estaba en el bando de los libertarios, finalmente derrotados. El periodo inmediatamente posterior al conflicto, sin embargo, es objeto de numerosas observaciones por parte de Orwell. Los sucesos de Barcelona dieron lugar a un aumento del poder de los comunistas en el aparato del gobierno, que utilizaron, entre otras cosas, para llevar a cabo una política represiva que encuentra su principal objetivo en el POUM, caracterizado como partido trotskysta y, en consecuencia, adversario personal de Stalin. A propósito de estos días, Orwell escribe, “nadie que estuviera en Barcelona en los meses que siguieron podrá olvidar el horrible clima generado por el miedo, la sospecha, el odio, los periódicos censurados, las cárceles atestadas, las larguísimas colas de compra y los grupos armados que recorrían las calles”.

El peso de las palabras

Orwell fue como ensayista un pionero de lo que más tarde se llamó la crítica cultural, es decir, el análisis de los elementos de la comunicación social y de la semántica de los lenguajes públicos, y la relación de estos con los hechos de la realidad empírica. Los ensayos Semanarios juveniles y, sobre todo, En el vientre  de la ballena, de 1940, constituyen un penetrativo examen del significado de la cultura, sobre todo literaria e inglesa, en los años de entreguerras, que puede considerarse un precedente de la eclosión de este tipo de crítica de productos culturales en los años cincuenta y sesenta por autores como Raymond Williams, Umberto Eco, Roland Barthes y otros. En Orwell, esta crítica de la comunicación viene dictada por su pasión por la verdad y su reflejo en la ficción, como veremos más adelante, en el tratamiento del lenguaje político en sus novelas Rebelión en la granja y 1984. Pues bien, puede decirse que el origen de esta pasión de Orwell se inició en Barcelona a raíz del tratamiento que la prensa daba de los acontecimientos. “La prensa malinterpreta y desinforma los hechos”, escribió. Podemos decir que el autor estaba azuzado por la necesidad de reivindicar las razones del bando vencido, al que además de la liquidación física le esperaba un silenciamiento absoluto, pero sobre todo era una aspiración a entender la realidad en sus propios términos y ofrecer un diagnóstico pesimista que, no obstante, resultaría bastante certero:

“Los tópicos periodísticos sobre que aquello era una ‘guerra por la democracia’ no eran sino simples patrañas. Nadie creería que la democracia tuviera ninguna posibilidad en un país tan dividido y agotado como estuviera España al terminar la guerra” (…) “España es un país agrícola y los agricultores ganan con la victoria del gobierno contra el proletariado urbano” (,,,) “Habría una dictadura y saltaba a la vista que las condiciones para una dictadura del proletariado no existían, de modo que, en términos generales se orientaría hacia alguna forma de fascismo” (…) “un fascismo quizás más humano y menos eficaz que el italiano y el alemán porque aquello era España” (…) “La otra alternativa era la dictadura de Franco y no se puede descartar que España acabe dividida en dos zonas, y no cabe duda de que el régimen de Franco sería peor” (…) “El Frente Popular podrá ser un engañabobos pero Franco es un anacronismo” (…) “Vale la pena ganar la guerra aun si España acabara bajo una dictadura opresiva”.

Estas citas están espigadas de apenas dos páginas de reflexiones posteriores a los sucesos de mayo, cuando ya se ha desatado la represión sobre el POUM, que, por el momento, no le afectó porque unos días después partió de nuevo hacia el frente con el nombramiento de teniente. Duró poco en el nuevo destino porque el 20 de mayo una bala disparada por un francotirador le atravesó el cuello. La herida, que pudo ser mortal, le hizo perder momentáneamente la voz, pero no resultó grave y le devolvió a la retaguardia. En Barcelona le asalta un sentimiento de peligro. El 16 de junio, poco más de un mes después de los sucesos de Barcelona, el gobierno republicano ilegaliza el POUM. La persecución a sus militantes ha  comenzado y su tarjeta de afiliación, que había sido hasta ese momento su salvoconducto, no le sirve más que para ponerle en peligro. Para entonces ya ha decidido abandonar España, por razones “egoístas”, dice él mismo, para alejarse del “horrible clima de sospecha y odio político, de los ataques aéreos, del té sin leche y de la falta de tabaco”. El único documento válido que posee es la declaración de inutilidad total expedida por el servicio médico militar, que le libra in extremis de ser movilizado de nuevo y que le permite obtener la licencia definitiva. En este contexto, la policía registra su habitación de hotel, cuando el escritor y su esposa están fuera. El 15 de junio habían detenido al líder poumista, Andreu Nin, que será torturado y asesinado en la cárcel. Orwell, al que le llegó la noticia, se muestra sin embargo cauto mientras no esté confirmada y, con su característico y pudoroso sentido del valor de las palabras, escribe: “si no aparece vivo en el futuro, creo que hay que dar por hecho que lo asesinaron en la cárcel”. Entretanto, se producen redadas masivas en la retaguardia, que no excluían a combatientes que volvían del frente y Orwell escribe: “muchos milicianos murieron en el frente sin saber que en Barcelona les llamaban fascistas (…) resulta un poco difícil perdonar estas cosas”. Entretanto, detienen a su amigo George Kopp, también antiguo combatiente poumista y a la sazón capitán del ejército en misión especial en Barcelona, lo que llevará a Orwell a visitarle en la cárcel y realizar gestiones por su liberación en un clima de suspicacias en el que el propio Orwell era sospechoso. Kopp fue liberado dieciocho meses más tarde, después de haber sido interrogado por agentes soviéticos. De nuevo, la habitación del hotel de Orwell fue registrada y sus papeles confiscados. No obstante, los policías no tocaron la cama de la pareja y esto le lleva a Orwell a reflexionar que los españoles poseen “una especie de nobleza que no es propia del siglo XX” y, en consecuencia, nunca podrán establecer un régimen totalitario como el nazi y el soviético. Orwell conservó en estas circunstancias una especie de flema que a veces calificamos de británica y confiesa, “no me sentí en peligro, tenía la arraigada convicción de que nada me podía pasar si no infringía la ley”. No obstante, el peligro era real –como lo probaba la situación de su compañero Kopp-  y, por otra parte, Orwell sentía que había cumplido la misión que le había llevado a  España, así que consiguió el salvoconducto para volver a Inglaterra y el 23 de junio cruzó la frontera con su esposa en dirección a París, llevando consigo como recuerdo un odre de piel de cabra y un candil que se alimentaba con aceite de oliva.

“Esta guerra en la que he tenido un papel tan poco eficaz, me ha dejado muchísimos recuerdos desagradables, pero no habría querido perdérmela. Cuando se es testigo de una catástrofe de esa magnitud no se ve uno necesariamente abocado a la desilusión y el escepticismo”, escribe en las últimas páginas de su crónica española, y añade, “la guerra española, termine como termine, se considerará una catástrofe terrible”. Impactado por la experiencia bélica, agradece el retorno a su pacífica y convencional Inglaterra, situación que sin embargo no cree que vaya a ser eterna: “el sueño de Inglaterra de autobuses rojos y policías de azul del que creo que no despertaremos hasta que nos sobresalten las explosiones de las bombas”.

El retorno 

Durante los primeros meses a raíz de su regreso a casa, hubo de tratarse una tuberculosis, y su actividad literaria y política se centró en poner en orden sus ideas, escribir Homenaje a Cataluña, que terminó antes de que acabara la guerra española. Al mismo tiempo, llevó a cabo intensa actividad como articulista  y reseñador de libros referidos al conflicto de España, ocupación en la que se mostró un polemista muy agudo frente a las visiones sumarias y a menudo interesadas de la mayor parte de las publicaciones inglesas. La convicción que la guerra dejó en Orwell puede resumirse así: la resistencia al fascismo por parte del pueblo español tuvo un carácter revolucionario porque nadie deseaba defender una república fallida y, en ese bando, los comunistas se impusieron por la fuerza de la disciplina y porque eran los valedores de la ayuda militar soviética. Orwell comprendía el punto de vista comunista en mayor medida que el del POUM, que le parecía mojigato, a fin de ofrecer una defensa más eficiente contra los militares sublevados, pero políticamente no podía creer que esa estrategia fuera a garantizar la victoria a largo plazo. “Todos querían impedir la revolución en España, incluido el partido comunista”, escribe. De otra parte, Orwell observó con perspicacia que la clase obrera de los países europeos “había contemplado la guerra española con frialdad” y que “no hubo ningún movimiento hostil de la población en la retaguardia franquista”. Es cierto que Orwell da por supuesta la represión en el bando franquista pero su afirmación tiene en cuenta la adhesión más o menos activa de las clases medias a Franco. Esta convicción y la represión que los comunistas llevaron a cabo contra anarquistas y sus camaradas poumistas, junto a los que había luchado hombro con hombro, marcaron para siempre su perspectiva política. El POUM, en especial, fue sometido a una persecución física y mediática desproporcionada para su fuerza política y atrozmente injusta a la luz de los servicios prestados en el frente de batalla y eso fue debido a la fobia personal de Stalin contra todo lo que fuera o pareciera “troskysta”. Esta persecución incluía de manera relevante una campaña de intoxicación mediática plagada de mentiras contra la que Orwell se mantuvo siempre beligerante. En esta época, hacia 1942, Orwell volvió a su experiencia española en un breve ensayo titulado explícitamente Recuerdos de la guerra de España, en el que depura y sintetiza su experiencia y que le sirve, una vez más, para reflexionar con más claridad, si cabe, sobre algunos aspectos históricos y filosóficos: la clase obrera, la política internacional y el papel de las potencias europeas en la guerra de España, el totalitarismo, la propaganda y la deshumanización que significa el fascismo. En conjunto, este ensayo contiene un claro y completo compendio del pensamiento y de las preocupaciones políticas y morales de Orwell, en el que puede leerse: “a ratos hace que tenga la impresión de que el propio concepto de verdad objetiva está desapareciendo del mundo”.

La actividad como periodista y editorialista se prolongó durante toda la segunda guerra mundial en la que la aportación paramilitar de Orwell a su país fue su enrolamiento durante un periodo en la defensa pasiva, ya que no fue aceptado en el servicio activo. En uno de los escritos de este periodo propuso la idea de armar a la población civil para formar unas milicias que sobre el terreno dificultarían el avance de los alemanes en caso de que invadieran la isla, una eventualidad que en junio de 1940 se consideraba inevitable e inminente (Carta al director de Time and Tide): La idea de armar a la población, inédita en la tradición militar británica, la extrajo sin duda de su experiencia en España. Sus escritos políticos de la época estuvieron dedicados, sobre todo, a repensar la estructura de la sociedad inglesa y los componentes de su patriotismo, que consideraba indestructible aunque manifiestamente mejorable,  así como en la necesidad de la derrota de Hitler y en el esfuerzo colectivo que exigiría a los ingleses, para lo que proponía reformas de claro sesgo socialista. La producción de este periodo se reparte en ensayos largos, artículos periodísticos, reseñas de libros y de crítica cultural y emisiones de radio. Escribió también un Diario de guerra 1940-1942 en el que recogió sus vivencias personales y trabajó para la BBC en el servicio oriental con el fin de ganar apoyo en la descontenta población india para la causa de los aliados, una tarea cuyo carácter propagandístico no le gustaba y a la que renunció en 1943. Por último, fue columnista y editorialista de la revista Tribune, adscrita a la izquierda del partido laborista, que fue la franja política a la que perteneció siempre Orwell y que dirigía Aneurin Bevan, bajo cuyo mandato como ministro de sanidad del primer gobierno laborista después de la guerra se puso en marcha el servicio nacional de salud y el estado del bienestar que fue uno de los emblemas del Reino Unido hasta la llegada de los vientos neoliberales en los años ochenta. En este periodo de la guerra mundial y hasta su fallecimiento, Orwell llevó con razonable orgullo el carácter de combatiente en el bando republicano español y fue objeto de una vigilancia sostenida por parte de los servicios de inteligencia de su país.

Durante la guerra y en medio de esta agitada actividad periodística, Orwell revisó la noción de patriotismo y la naturaleza del proyecto político que deseaba para su país (El león y el unicornio: Socialismo y el genio de Inglaterra, febrero 1941) y examinó, a la luz de sus observaciones personales, lo que consideraba dos lacras de la sociedad moderna, también de la inglesa: el antisemitismo y el nacionalismo (Antisemitismo en Inglaterra y Notas sobre el nacionalismo, ambos de 1945), sin renunciar a su preocupación por el lenguaje político y la cultura popular (Propaganda y lenguaje popular, 1944). En todos estos ensayos se revela un mismo patrón argumental, basado en la empatía por la sociedad de la que habla, un afán reformador atenido a los hechos empíricos y una actitud beligerante tanto hacia las posturas manifiestamente reaccionarias como a los planteamientos presuntamente revolucionarios. Orwell había experimentado en toda su crudeza lo que es y lo que no es una revolución y sentía una vívida animadversión hacia sus profetas y defensores que ejercían desde la relativa comodidad de una sociedad liberal, integrada y en gran medida apacible como la inglesa.

Rebelión en la granja

Durante este periodo correspondiente a la segunda guerra mundial maduró el proyecto literario que se conocería como Rebelión en la granja. Según su propia confesión, la idea de este relato anidaba en su cabeza desde 1937, es decir, germinó en la guerra civil española y hay pocas dudas de que fue una respuesta a la experiencia revolucionaria y sus consecuencias vividas en Barcelona. Fue escrita en 1943 y publicada, no sin enormes dificultades por la oposición de las editoriales, en 1945. Los lectores de todo el mundo han convertido esta fábula en una de las más famosas ficciones del siglo XX. Solo en español ha tenido en estos setenta años más de veinticinco ediciones. Antes de entrar en su examen es preciso decir que la novela conserva intacta la frescura y la belleza inmediata que reconocemos en un clásico. No hace falta añadir, pues, que es una de las dos docenas de títulos que componen el canon literario de novela del siglo pasado, quizás duradero por mucho tiempo más, como intentaremos argumentar a continuación.

Como es sabido, esta novelita relata la conquista del poder por los animales domésticos en una típica granja inglesa. Los animales sublevados expulsan primero al granjero borrachín, despótico e ineficiente, y establecen una régimen autogestionario de los trabajos y los beneficios en el que poco a poco la casta dominante de los cerdos, que han dirigido la rebelión, constituyen un poder político cerrado y distanciado del resto de los animales y transforman a su beneficio el proyecto revolucionario hasta revertirlo de nuevo en una granja tradicional donde el granjero humano ha sido sustituido por un dictador porcino y su corte de aduladores.

En Rebelión en la granja, Orwell destila su experiencia en Cataluña en el escenario de una típica granja rural inglesa. Se ha dicho que Orwell fue en el fondo un conservador inglés; lo que quiera que haya de cierto en esta apreciación, no se puede negar el indudable afecto que sentía por la campiña inglesa y por lo que significaba. Él y su esposa Eileen se alimentaban siempre que podían de leche de cabra y huevos de gallina de su propiedad. Al situar en este apacible y rutinario paisaje una experiencia socialmente revolucionaria, perturbadora y por último desastrosa, no hacía sino estimular en los lectores de su país las alertas ante la amenaza que significaba esta experiencia. El mérito de Orwell fue convertir su fábula en una historia de universal comprensión. Sin duda es una obra anticomunista, no en un sentido abstracto, sino referida sin equívocos al régimen comunista que se había levantado en Rusia y que él había experimentado en carne propia en Barcelona. Después de 1989 ya sabemos que el socialismo soviético no fue sino un largo y duro episodio de capitalismo de estado, pero en 1945, apenas concluida la guerra contra el fascismo en la que los soviéticos había aportado más de la mitad del sufrimiento total que hubieron de padecer los países aliados, Rebelión en la granja era simplemente una herejía insoportable. Así, la publicación de la obra fija para siempre la disidencia de Orwell respecto al clima político dominante en su época, y se convierte en una especie de punto de no retorno en su figura pública. Los editores británicos -entre ellos el venerable T.S. Elliot, que dirige la prestigiosa editorial Faber and Faber- reconocen la calidad literaria de la novela y al mismo tiempo la inoportunidad de publicarla para no contrariar a los aliados soviéticos. A Elliot le choca especialmente que los malos de la novela, aquellos que representarían al poder (soviético, se entiende) sean precisamente los cerdos y no otros animales de la granja. En estas circunstancias, Orwell hizo gala de su proverbial mezcla de sentido común, firmeza de carácter y don para la profecía y escribió: “Preveo que cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más comúnmente aceptada” (…) “cambiar una ortodoxia por otra no supone un progreso porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad gramofónica, repetitiva, tanto si se está como si no se está de acuerdo con el disco que suena en aquel momento”, y por último, una sentencia definitiva: “si la libertad significa algo es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír”.

El género de la fábula o apólogo en el que se dota a los animales de cualidades humanas para, a través de una historia sencilla y atenida a la experiencia popular, ofrecer una moraleja es en Occidente tan antiguo como la literatura misma. La primera fábula conocida se atribuye a Hesíodo y desde entonces ha tenido innumerables cultivadores, la mayor parte de los cuales caídos en el olvido, excepto un pequeño ramillete de inmortales: Esopo, La Fontaine, Samaniego y pocos más. Es, pues, un género a la vez popular y efímero en sus manifestaciones concretas. El encanto y la importancia de la fábula de Orwell radican en su pertenencia al siglo XX. Es una historia inexplicable sin la experiencia de la democracia, el socialismo, la colectivización de los bienes de producción, la propaganda política y el estado burocrático.

Dos hilos narrativos complementarios tejen el relato. De una parte, la historia de la toma del poder por una fuerza democrática y su deriva en la construcción de un nuevo estado en la que se termina por restaurar la sociedad clasista que se había querido destruir con la revolución. De otra, el discurso ideológico que acompaña a este proceso. Orwell, como se ha dicho más arriba, no solo fue un escrupuloso periodista sino quizás el primer escritor europeo familiarizado con la nueva cultura de masas, lo que le otorgó un fino olfato para detectar la propaganda y sus mentiras. En Rebelión en la granja, todo el proceso revolucionario está adobado de una retórica de consignas, canciones, asambleas, mítines, juicios populares y demás parafernalia propia de los estados totalitarios de la época, que los dirigentes de la rebelión manipulan y cambian de sentido al compás de sus intereses mutantes. El resultado es de una claridad insoportable.

Los hechos y las palabras

La secuencia de los hechos que se narran en la fábula reproduce un proceso revolucionario fácilmente identificable con el que atravesó la Unión Soviética:

  • Los animales de la granja son adoctrinados en un futuro sin opresión e igualitario por un viejo cerdo.
  • Los animales amotinados expulsan al granjero y se hacen con el poder en la granja.
  • Deben repeler un ataque contrarrevolucionario de los granjeros del condado que quieren recuperar la granja de su vecino expulsado.
  • Estalla la rivalidad entre los dos cerdos dirigentes, que termina con la expulsión de uno de ellos que, a partir de entonces, se convertirá en el paradigma de los enemigos de la revolución (un calco del conflicto entre Stalin y Trotsky).
  • Los cerdos que toman el poder se rodean de los perros de la granja a los que amaestran como policías y la escenografía de las asambleas se congela en el consabido estrado donde se ubica la dirigencia porcina frente a los demás animales de la granja, situados enfrente en un plano inferior.
  • La construcción de un molino se convierte en el primer desafío político en el que se aplican métodos de trabajo esclavo que en el socialismo real eran conocidos como stajanovismo, que protagoniza el caballo llamado Boxer. Cuando el viento destruye el molino, la propaganda oficial echa la culpa al cerdo expulsado.
  • La llegada del invierno trae el hambre y se produce una rebelión de las gallinas que se oponen a la confiscación de los huevos.
  • Detenciones de cerdos disidentes y de otros animales, que son sometidos a interrogatorio y ejecutados, lo que provoca un espanto generalizado en el resto de los animales.
  • Se organiza una lectura constante y pública de las cifras de producción con fines propagandísticos.
  • Se instaura en culto a la personalidad de Napoleón, el cerdo jefe, que es elegido presidente vitalicio de la república.
  • La dirigencia porcina comercia con las granjas vecinas los excedentes de producción y da paso a la existencia de comisionistas de fuera, que obtienen beneficios del trabajo de los animales.
  • Por último, la vida en la granja se normaliza sin que se registre el progreso material que estaba en las expectativas de la revolución. Los animales seguían trabajando muchas horas bajo la supervisión de vigilantes con látigo, pasaban hambre y dormían en la paja, en invierno se congelaban y en verano los devoraban las moscas, a la vez que la memoria viva de la rebelión se apagaba.
  • En el último tramo de la historia, la granja se ha convertido en un modelo de eficiencia, disciplina laboral y productividad, que los demás granjeros del condado visitaban admirados y complacidos, invitados por Napoleón. En el banquete que se ofrece a los visitantes, granjeros humanos y cerdos juegan a los naipes, ambos hacen trampas y estalla una discusión y las caras de los cerdos se vuelven indistinguibles de las humanas.

Todo el proceso de la rebelión animal y de las posteriores mutaciones y desvíos del propósito inicial están envueltos en una retórica propugnada y administrada por la dirigencia porcina. El movimiento revolucionario se apoya en una teoría política llamada animalismo; los rebeldes crean y cantan un himno titulado Bestias de Inglaterra, y sobre todo establecen una constitución del nuevo régimen en siete mandatos, que define al animal nuevo, emancipado e igualitario: Los preceptos son políticos para reforzar la cohesión del grupo de animales, pero también higiénicos y de costumbres, cultural a la postre:

  • Todo el que anda sobre los dos pies es enemigo.
  • Todo el que camina con cuatro patas o tiene alas es amigo.
  • Ningún animal usará ropa.
  • Ningún animal dormirá en una cama.
  • Ningún animal beberá alcohol.
  • Ningún animal matará a otro animal.
  • Todos los animales son iguales.

Estos mandatos se resumen en una consigna política: Cuatro patas, sí; dos pies, no. Así empieza la aventura emancipadora e igualitaria, que tiene un arranque sencillo, racional y que Orwell describe con indisimulable simpatía, la misma probablemente que guardaba de sus compañeros milicianos del frente de Aragón, teñida ahora por su afecto a las granjas rurales donde los animales, al menos los más grandes y significados, tienen nombre propio (como los de su propia granja): Boxer y Clover son los caballos de tiro; Jessie y Bluebell son las ocas; Mollie, la yegua; Snowball y Napoleón, los cerdos; Moses, el cuervo amaestrado. La deriva del proyecto hacia un régimen jerárquico primero y tiránico por último se hace sin que mengüe la lealtad de los animales ni su ánimo trabajador, simplemente es el sistema implantado por los cerdos el que conduce al desastre y, a medida que la casta porcina aumenta su poder y hace suyos los privilegios del antiguo granjero, la constitución igualitaria debe ser modificada. La rutina es la siguiente: ante cada irregularidad flagrante de las normas de granja acordadas por todos, los animales, sorprendidos, se dirigen al muro donde están estampados los preceptos para descubrir que su literalidad ha sido modificada para justificar la acción de los cerdos,. Así, cuando estos deciden ocupar la casa del granjero para beneficiarse de sus comodidades, modifican el mandato ningún animal dormirá en una cama, con la adenda, sin sábanas. Y cuando se ejecuta a algunos animales al precepto ningún animal matará a otro animal, se le añade, sin motivo. Napoleón, el cerdo jefe termina prohibiendo el himno revolucionario Bestias de Inglaterra porque su letra ensalzaba la rebelión y lo sustituye por otro titulado, Granja animal, nunca por mí tendrás ningún mal. Los cerdos empiezan a imitar a los humanos y andan sobre dos patas, lo que lleva a cambiar la consigna central de la revolución para que diga: “cuatro patas sí, dos patas mejor”. Hasta que por último, el precepto final queda dicho con una expresión humorística que se ha vuelto universalmente célebre: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

La moraleja

En el momento en que el libro fue publicado, era inevitable que se leyera en primer término como un alegato contra el comunismo soviético y el régimen de Stalin con el que Orwell tenía más de un asunto pendiente. Sin embargo, esta caracterización histórica no explica el sostenido éxito del libro, ni el hecho de que se lea con gusto y con provecho mucho después de que el edificio soviético se haya venido abajo. Orwell no rechaza la revolución ni el derecho de los trabajadores a defender sus intereses, incluso con las armas en la mano, como ocurrió en España, pero advierte que el idealismo igualitario corre serio riesgo de acabar en una tiranía. Los animales de la granja no son iguales y están marcados por sus caracteres como especie y por las funciones que tienen asignadas. De este modo, cada especie entiende la rebelión de una manera y si bien hacen un esfuerzo por mantenerse unidos e iguales, las cosas no funcionan espontáneamente. Es el momento en que los dirigentes, ya sea por su superior preparación intelectual (según parece, los cerdos están entre las especies de inteligencia más desarrollada), por su fuerza o por su lugar en la cadena trófica, refuerzan su estatus, amplían sus privilegios y, por último, dominan al conjunto.

Más al fondo de la cuestión, el planteamiento de Orwell es profundamente pesimista respecto a la posibilidad de que pueda constituirse un poder político cualquiera por el  mero acuerdo del pueblo llano porque tal concepto carece de realidad y el acuerdo, a pesar de la carga emocional que arrastra en los primeros tiempos revolucionarios, está lastrado por la necesidad y por la propia especialización de los individuos. La honradez intelectual de Orwell le impide estropear su relato con discursos moralistas e ideológicos porque, a todas luces, él no tiene la solución a esta cuestión y es justamente ese final abierto de la fábula, que sigue su propia lógica, la que la hace inmortal.

1984 

Lo que a todas luces está aconteciendo, con guerra o sin ella, es la destrucción del capitalismo del laisser- faire y de la cultura liberal y cristiana. Nos adentramos en una época de dictaduras totalitarias, una época en la que la libertad de pensamiento será en primera instancia un pecado moral y después una abstracción desprovista de sentido. El individuo autónomo va a desaparecer de la faz de la tierra. (George Orwell. En el vientre de la ballena, 1940). 

George Orwell murió en enero de 1951, a los cuarenta y siete años pero aún tuvo tiempo de producir otra obra maestra, de referencia en la literatura de la distopía del siglo veinte en el que puede decirse que se registraron tres hitos mayores del género: Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin (1929); Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932) y, por último 1984 de Orwell (1948), que se inspiró sobre todo en el primero. Esencialmente, las tres novelas tratan el mismo tema: la pervivencia del individuo en un mundo dominado por un régimen mecanizado y totalitario que aspira a ocupar todas las esferas de la experiencia humana en nombre de una felicidad impuesta. Las tres novelas destilan un pesimismo absoluto respecto al individuo y la sociedad.

El programa  narrativo de 1984 es similar al de Rebelión en la granja. Orwell traslada la acción del relato a un escenario identificable por sus lectores. En este caso, el estado de penuria de las ciudades y de la población inglesa después de la guerra. Los personajes y las preocupaciones humanísticas han evolucionado desde Rebelión en la granja al hilo de los acontecimientos históricos. La guerra de España queda como un episodio minúsculo en comparación con lo que vino después. Cuando escribe la novela, ya ha empezado la guerra fría sobre las cenizas de la guerra mundial, se han lanzado bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, el mundo está dividido en bloques geopolíticos (en la novela son tres), se ha inventado y popularizado la televisión como sistema de información y entretenimiento, y el gobierno utiliza helicópteros para vigilar a las poblaciones desde el cielo. Todos estos elementos son incorporados al relato. Es posible que una primera lectura de la novela lleve a considerar que son pinceladas de ambiente muy primitivas, y lo son, pero hay que descubrirse ante la perspicacia de Orwell cuando hace que las pantallas de televisión –telepantallas, es el nombre que reciben en la novela- que están por todas partes sean de doble sentido, para adoctrinar a la población y para vigilarla. Las pantallas tanto emiten contenidos generales como se ocupan de la vigilancia personalizada de los individuos. ¿No es una prefiguración de facebook y de las redes sociales?

La sociedad descrita en 1984 es dual. La parte a la que el autor dedica la atención mayor y a la que pertenece el protagonista, Winston Smith,  está formada por funcionarios del estado/partido. Por debajo de ellos están los proletarios (proles, en la jerga de la novela) que, a pesar de constituir el 85% de la población, permanecen en los márgenes de la sociedad, sin que nadie se ocupe de ellos porque constituyen una masa inerte, dedicada a satisfacer, si puede, sus necesidades más primarias y ajena a las convenciones de la clase dominante. Son los animales de la granja que ya han asumido su derrota histórica. Orwell representa a esta clase proletaria en la figura de un borrachín al que Smith encuentra en un típico pub inglés empeñado en que le sirvan una pinta de cerveza cuando esta unidad tradicional de medida ha sido desplazada por otra que el borrachín no entiende. A la postre, la única preocupación del prole es hacerse entender de acuerdo con el sistema de pesas y medidas de un mundo que ya ha sido barrido de la realidad.

El rasgo quizás más destacable de la novela, por la que es a menudo recordada, es el tratamiento del lenguaje y de la retórica oficial en la sociedad de 1984. Las artesanales modificaciones del lenguaje político que veíamos en Rebelión en la granja han crecido exponencialmente hasta transformar el lenguaje y el universo cognitivo de los hablantes. El poder ha impuesto una neolengua que tiene por objeto sintetizar en el pensamiento del común (lo que llamaríamos la opinión pública) dos afirmaciones recíprocamente contradictorias, lo que los jerifaltes llaman doblepensar y que constituye la ortodoxia de la casta dominante, elevado a razón de estado y aplicado por el aparato administrativo cuya rotulación responde a este doblepensar, y así el ministerio de propaganda se llama ministerio de la verdad (Miniver), el ministerio de guerra se llama ministerio de paz (Minipax), el ministerio del orden público es ministerio del amor (Minimor) y el ministerio de de economía es ministerio de la abundancia (Minindancia). A este doblepensar pertenecen también las consignas principales del régimen, como: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza. No hay duda de la ironía de Orwell al inventar estas consignas que, en términos parecidos se producían en todos los países de aquella época y respondían al gigantesco equívoco que reinaba en sociedades donde la guerra fría era una paz en la que anidaba la preparación para la guerra; los países liberados del nazismo en Europa oriental había caído en otra forma de opresión bajo las fuerzas de los potencias victoriosas, y, por último, el sentimiento de tensa fuerza que reinaba en los países europeos se basaba en una ignorancia absoluta de la opinión pública sobre lo que cocía en las entretelas de los gobiernos y las cancillerías. De manera, que, por elevación, Orwell describe en términos de ficción el estado de cosas durante la segunda mitad del siglo veinte.

La tergiversación del lenguaje, plagada de neologismos y eufemismos, penetra hasta el lenguaje ordinario donde, por ejemplo, se llama vaporizados a los ciudadanos que desaparecen en manos de los aparatos del estado, una experiencia que él mismo había tenido en España con la vaporización de Andreu Nin, y que luego se consagrará en numerosas partes del mundo.  Orwell dedica su atención especialmente a los efectos morales y políticos que tiene la propaganda, llevada en su novela hasta el absurdo, donde los departamentos administrativos correspondientes se dedican no sólo a producir consignas y a la censura convencional sino a la continua reelaboración de los documentos históricos, sean literarios o gráficos, al albur de los cambios de dirección del partido. Nombres y acontecimientos son borrados o cambiados de sentido cuando no producidos de nuevo en oficinas donde, por ejemplo, la producción de novelas está a cargo de máquinas (hoy las llamaríamos memorias externas; otro rasgo de la perspicacia del Orwell, que advierte sobre la autonomía y el dominio de la inteligencia artificial). Lo curioso, como advierte Orwell, es que el intento de cambiar la historia, no solo el presente y el futuro, sino también el pasado, es un fraude al propio sentido de un partido revolucionario, que debe su existencia a la necesidad de transformar el pasado a través de las acciones de presente, no para abolirlo o modificarlo al gusto. Esta práctica fraudulenta de aceptar como hechos verdaderos lo que son patrañas termina por aniquilar al individuo y a la sociedad,

La aniquilación del individuo es el tema central de 1984. Winston Smith es un funcionario del estado que no ha perdido del todo su individualidad y empieza a moverse al margen de sus obligaciones y de las consignas en busca de satisfacción para inquietudes primarias como el amor y la verdad y eso le lleva a merodear por los barrios de los proles donde consigue dos cosas: un nido de amor para compartir con otra funcionaria el tiempo libre que les proporciona las rutinas de ambos y, en una librería de viejo, un libro escrito por un tal Emmanuel Goldstein que, como el cerdo Snowball de Rebelión en la granja, encarna a los adversarios del estado y es objeto de toda clase de acusaciones ante cualquier  dificultad de la sociedad o del estado mismo. No hace falta añadir que el modelo histórico de este personaje referencial es Trotsky, que aquí ni siquiera oculta cierta homonimia con el personaje de ficción (el revolucionario ruso se llamaba Bronstein y no es imposible que la opción por un apellido judío para el personaje tuviera una connotación adicional después del nazismo). La chica, Julia,  resulta ser una promiscua sexual, lo que complace a Smith tanto en un sentido físico como ideológico pues piensa que el deseo y su satisfacción terminarán por destruir al partido, lo que quizás sea otra prueba de la intuición profética de Orwell ya que apenas veinte años después la revolución sexual de los sesenta pretendió nada menos que cambiar la política  y las estructuras de poder.

De otra parte, el libro de Goldstein, titulado Teoría y práctica del colectivismo oligárquico (obsérvese, una vez más, la ironía del orwelliano juego de palabras) y por supuesto prohibido, es la biblia de los opositores al régimen, y si bien su lectura no interesa a Julia, su compañera de cama, que se queda dormida mientras él lee en voz alta (Orwell compartía el grado de misoginia estándar de la época), para Smith es una revelación que le lleva a intentar el ingreso en el movimiento de resistencia llamado La Hermandad. Por fin lo consigue a través de otro funcionario de más alto rango llamado O’Brien, un personaje de modales refinados y talante compasivo, el cual le somete a un interrogatorio extenuante sobre lo que sería capaz de hacer Smith  y le dicta una serie de normas de comportamiento que constituyen el reverso exacto e idéntico de las normas  de la sociedad que quieren destruir. Los militantes de La Hermandad deben vivir sin esperanza y sabiendo que entre los principios generales de la organización y las tareas que deben ejecutar hay un vacío del que nada sabrán mientras militen por la causa. Lo que Orwell describe en La Hermandad es una organización terrorista típica. No obstante, Smith acepta las condiciones. Y de inmediato es detenido. El tal O’Brien es un agente doble de la llamada en la novela policía del pensamiento y el librero que le proporcionó el libro de Goldstein, un soplón. Por supuesto, también Julia es detenida.

En el último tramo de la novela, la tortura es el tema central. La tortura no se aplica tanto para extraer secretos del detenido, pues está probado que el estado lo sabe todo, cuanto para arrancarle el último vestigio de humanidad que le queda anidado en los sentimientos, en este caso delatando a Julia. La delación es políticamente inútil porque ya está detenida y como le dicen los policías, quizás ella le haya delatado a él. La perversidad de la situación no radica en el sufrimiento físico del detenido, que en la novela no se explicita, sino en su buscada destrucción moral, lo que se agrava por el hecho de que los interrogadores sean camaradas y personas en las que se ha confiado. Este devastador conflicto moral y psicológico lo sufrieron innumerables militantes comunistas a manos de sus camaradas durante las purgas estalinistas y en él está la médula del funcionamiento de estos estados totalitarios. Como curiosidad, debemos anotar que el personaje de O’Brien está inspirado, al parecer, en el amigo de Orwell, George Kopp, mencionado más arriba y por el que el autor realizó gestiones para su liberación en Barcelona. La tortura busca, en último extremo, que el torturado reconozca la razón de los torturadores. Arthur Koestler trató este tema en otra novela imprescindible de la literatura política del pasado siglo, El cero y el infinito (Darkness at Noon,1941) que Orwell había leído con interés y a la que había dedicado un breve ensayo a su publicación. Smith resiste todas las presiones de sus interrogadores hasta que es trasladado al último peldaño del tormento. Aquí, la tortura consiste en introducir la cabeza del detenido en una pequeña jaula en cuyo otro extremo hay una portezuela por la que sueltan ratas hambrientas. Smith no puede resistirlo, el simple olor de las ratas le produce náuseas incontenibles y delata a Julia: ¡Házlo a Julia!, ¡A mí, no! ¡A Julia! ¡No me importa lo que hagas con ella! El tipo de tortura elegido por Orwell para el derrumbe de su personaje no era gratuito. Él sentía una fobia incontenible por las ratas con las que tuvo que convivir en las trincheras del frente de Aragón y en el clímax de la novela esta fobia le inspiró. En último extremo, otra vez la experiencia de España vino a ubicarse en el centro mismo del riesgo a la deshumanización del individuo provocado por los totalitarismos del siglo pasado, esta vez en forma de ratas.

En el último capítulo, Smith ha vuelto a la normalidad de su vida, trabaja en un remoto subcomité que prepara la undécima edición del diccionario de la Neolengua, es decir, ha vuelto a su encanallado oficio. El novelista presenta a Smith en un bar, semialcoholizado, jugando al ajedrez consigo mismo y viendo la televisión, donde las noticias de la guerra, una guerra que no ha cesado nunca y que a menudo se confunde con escaramuzas diplomáticas, se intercalan con anuncios de las cifras conseguidas por el plan quinquenal de producción de cordones de zapatos. En la calle  hace un tiempo frío y húmedo, como casi siempre en Inglaterra, y Smith se encuentra con Julia. Un encuentro en el que los dos confiesan al otro que se habían traicionado mutuamente y que, cuando pedían a sus torturadores que las torturas se las hicieran al otro, lo decían sintiéndolo de verdad. Después del gélido encuentro, Smith regresa al café, donde los camareros le rellenan el vaso de ginebra sin pedirlo. La telepantalla anuncia la victoria en la guerra. Smith mira al retrato del Gran Hermano que preside la sala del bar, el camarero vuelve a llenarle el vaso y Smith llora de agradecimiento y comprueba por fin que ama al Gran Hermano.

El asesinato necesario

Orwell vertió en 1984 todo el pesimismo acumulado de su experiencia política y no hay duda de que escribió un alegato irrebatible, como se ha visto con el tiempo, contra lo que durante el siglo pasado se llamó el socialismo real, que en origen y para los europeos fue solo el soviético. El idealismo libertario de su juventud fue duramente golpeado por la realidad durante su estancia en Barcelona y en el frente de Aragón y esta experiencia inspiró toda su literatura posterior y condicionó su carácter. Cuando ultimaba la escritura de 1984 en una granja apartada de la remota isla de Jura, en Escocia, dícese que dormía con una pistola Luger Parabellum, que le dio Ernest Hemingway, bajo la almohada porque temía que Stalin fuera a atentar contra él como había hecho contra Trotsky.

Orwell fue un hombre de su tiempo, podría decirse que normal: ligeramente misógino, si atendemos a los personajes de sus novelas, y con fuertes prejuicios contra lo que consideraba conductas desviadas -homosexuales, vegetarianos y pacifistas- por lo que podemos imaginar que sus opiniones se situarían hoy más a la derecha que en la izquierda. Su homofobia pudo tener que ver con algún episodio de su estancia colegial en Eton, como sugiere el ensayista británico Christopher Hitchens, que es un fervoroso admirador y defensor de Orwell. Fuera o no como sugiere Hitchens, Orwell utiliza en ocasiones el término afeminado y mariquita con un propósito denigratorio hacia personajes del mundo intelectual, como los poetas Stephen Spender o W. H. Auden, por los que no sentía ninguna simpatía política y quizás tampoco literaria, y a los que reprochaba “su absoluto distanciamiento de la cultura común de su país”. En un artículo de diciembre de 1938 en el que polemiza en defensa de su visión sobre la guerra de España, escribe contra sus adversarios: “Nuestra civilización produce dos tipos que van al alza, el mafioso y el afeminado. Nunca se cruzan, pero uno necesita del otro. Alguien en Europa oriental liquida a un trotskysta y alguien en Bloomsbury escribe una justificación del asesinato. El señor Auden puede escribir sobre ‘la aceptación consciente de la culpa por un asesinato necesario’ porque nunca ha cometido uno, porque ninguno de sus amigos ha sido asesinado y posiblemente porque nunca ha visto el cadáver de un asesinado”.

‘La aceptación consciente de la culpa por un asesinato necesario’ es un verso del celebrado poema Spain, que W. H. Auden escribió desde la órbita del partido comunista a raíz de su breve y tangencial experiencia en la guerra de España. Orwell insistió en 1940 en esta implacable crítica en la que reiteraba su apuesta por la claridad del lenguaje: los Hitler y Stalin de este mundo encuentran que el asesinato es necesario, pero no anuncian a bombo y platillo su insensibilidad y ni siquiera lo llaman ‘asesinato’. Hablan de ‘liquidar’, ‘eliminar’ o cualquier otra expresión edulcorada. La clase de amoralidad que escribe Auden solo es posible cuando uno pertenece a ese tipo de personas que siempre están en otra parte cuando se aprieta el gatillo. Hay que decir que Auden se vio afectado por estos comentarios y cambió algunos términos del poema en ediciones ulteriores para reconocer finalmente la autoridad de Orwell y la pertinencia de su crítica. Vale la pena destacar la analogía del enfrentamiento de Orwell y Auden con el que mantuvieron Camus y Sartre por el mismo motivo: la justificación revolucionaria del asesinato político; la necesidad de las manos sucias.

La lista

Entre las fobias de Orwell, una muy significativa políticamente es la que dirigía contra el pacifismo. Orwell rechazaba la neutralidad y, en la época en que le tocó vivir, dominada por una interminable guerra, ya fuera caliente o fría, no ser neutral significaba tomar partido, que, en su caso, era por las democracias occidentales. El breve y circunstancial antimilitarismo que registró después de su experiencia en España, inducido por la convicción de que los conflictos bélicos robustecían el fascismo inherente en las clases dominantes, y que le llevó a aceptar la política de apaciguamiento de Hitler llevada a cabo por Chamberlain, se desvaneció ante el pacto germano-soviético. En este mundo bipolar también los gobiernos de las democracias occidentales recurrieron a la vigilancia, al acoso, a los encarcelamientos, y a veces a la destrucción cívica y profesional, cuando no también física, de los disidentes. Estos gobiernos llevaban a cabo sus propias prácticas de propaganda con la implicación de organismos culturales en los que participaban intelectuales de apariencia independiente. En este contexto se produjo un episodio en la vida de Orwell, casi al final de 1949, que ha quedado con el título de la lista. El episodio fue como sigue, según la versión de Hitchens, que es la más detallada que he podido encontrar (Chistopher Hitchens Por qué es importante Orwell, ed. Página Indómita, 2016).

En 1996 se publicó la noticia, procedente de los archivos del Foreign Office británico, de que Orwell había entregado en 1949 al servicio del información de este ministerio una lista de intelectuales, compañeros de viaje de los comunistas o simplemente procomunistas, lo cual provocó un notable escándalo entre los orwellianos, toda vez que la memoria de este autor no parece despegarse de cierta aura de santidad laica. Orwell tenía desde 1942 la rara e intrigante costumbre en compañía de su amigo desde la época de Eton, el escritor y diplomático Richard Rees, de hacer listas de intelectuales que, a su entender, podrían cambiar de bando en caso de una invasión alemana o de una dictadura porque tenía el arraigado prejuicio de que los intelectuales eran propensos a ponerse bajo la protección del poder, como estaba ocurriendo entonces en la Francia ocupada. Inglaterra y la Unión Soviética eran en aquel momento aliados pero se ve que a Orwell le divertía la idea de poner bajo la lupa a potenciales sospechosos en un divertimento privado que a  Hitchens le parece un pasatiempo estúpido, aunque responde a las obsesiones políticas características de Orwell.

Fue a finales de 1949, cuando la Alemania nazi estaba derrotada y la guerra fría en pleno auge, cuando ocurrió el episodio de la lista. Orwell estaba en el hospital, precisamente para tratarse de la enfermedad pulmonar que le llevaría dos meses después a la tumba, y que se había visto agravada por su estancia en la inhóspita isla escocesa donde escribió 1984. En el hospital recibió la visita de Celia Kiwan, funcionaria del Foreign Office y cuñada de Arthur Koestler, a través del cual la conoció y a la que Orwell había pedido matrimonio en el pasado. Kiwan le habló de un programa de conferencias sobre el estalinismo que iba a organizar su ministerio y, según especula Hitchens, Orwell le debió advertir que algunos intelectuales no eran de fiar. Luego hizo que Rees buscara el cuadernillo donde guardaba su lista de  presuntos traidores elaborada años atrás porque quería actualizarla, lo que, según Hitchens, demostraría que no la redactó a petición del gobierno, para entregársela a Kiwan. Esta lista actualizada permanece aún catalogada como secreto en los archivos del gobierno británico pero se conoce la lista anterior. En ella, según Hitchens, Orwell solo señala a un personaje como agente soviético con la cautela de que lo es casi con seguridad: Peter Smolka (Harry Peter Smollett), un funcionario que había presionado para que no se publicase Rebelión en la granja, y que más tarde se supo que, en efecto, era un espía soviético. Pero de todos los demás apuntados dio unas cuantas observaciones sobre su sesgo o sus compromisos no solo políticos sino también raciales y sexuales. En la misma carta en la que envió la lista, Orwell  afirma que sus apuntes no añadirán nada que no sepa ya el servicio de inteligencia del Foreign Office. Entre los personajes del listado se encontraban escritores como Kingsley Amis, Stephen Spender (del que sugiere su condición homosexual), políticos y editores. Hitchens concluye que las observaciones de Orwell responden a la realidad de los personajes descritos, algunas plenamente y otras con gran aproximación, y que la lista no dañó a los nombrados, pero lo cierto es que los denunció caprichosamente y acompañó los nombres de comentarios denigratorios del tipo, muy tonto, deshonesto, judío, antiblanco, liberal degenerado, tendencia a la homosexualidad, etcétera. El suceso da noticia del tiempo en que se podía denunciar o apuntar a alguien ante las autoridades porque sencillamente no pensaba como el denunciante, o no le caía simpático, lo que demostraría que, a la postre, Orwell fue también partícipe de la cultura política que él mismo relata críticamente en 1984.

Orwell fue un observador perspicaz de la realidad al que se le debe la incursión pionera en campos de la literatura y de la política que luego han sido muy frecuentados y que hoy parecen descontados de puro comunes pero que en su época eran inéditos. En política, como recuerda Hitchens, estuvo siempre del lado bueno en lo que se refiere a los tres problemas que caracterizaron el pasado siglo: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Pero además centró su atención en cuestiones que ahora son de plena actualidad y sobre las que ofreció apuntes luminosos: los nacionalismos, el lenguaje político y propagandístico, la condición de la clase obrera y su cultura,  el ejercicio de un estilo literario directo y despojado de retórica, y la preocupación por la verdad en el periodismo.

Estas son las razones que empujan a leer a Orwell y que justifican este encuentro.