El laicismo es una vocación individual, trabajosa de cultivar y más de mantener a través de los repetidos hitos de la existencia que han de compartirse con la familia, el vecindario e incluso la nación. Cualquiera puede ser laico un martes cualquiera pero no hay manera de nacer, pasar de la infancia a la adolescencia, casarse o morir sin que la condición de laico sea un problema. Ser laico es lo contrario de ser católico, para no lo que no se necesita ni ser creyente. Lo que distingue ambas condiciones es que la primera es privada y la segunda, pública, así que los más compaginan ambas con relativa desenvoltura. Laicos en casa, católicos en la calle. La iglesia católica es un hecho atmosférico porque tiene el monopolio absoluto de los rituales de socialización. De manera inexorable, y no siempre involuntaria, las autoridades civiles se someten a los designios eclesiales cuando el vecindario, el pueblo o a la nación se manifiestan como tales en celebraciones públicas que son inimaginables sin la presidencia del tótem de la tribu: una virgen o un santo del prolijo retablo disponible. En estas circunstancias, las autoridades laicas no pueden sacar a la calle su laicismo, porque no tienen tótem alternativo, y, como conocen bien su debilidad, ni siquiera lo intentan. Y pobres de ellos si dan pábulo al mínimo equívoco en este punto. Así ha ocurrido en mi pueblo, donde, como todo el mundo sabe, se acercan las fiestas universalmente famosas del tótem local, uno de cuyos actos, plenamente religioso pero que está en el programa oficial, es una ofrenda infantil de flores a la imagen del santo, un obispillo moreno, chiquito, dizque francés y de improbable existencia histórica. Los concejales encargados se pusieron en contacto con el representante de la parroquia que guarda el tótem y, al parecer, llegaron al acuerdo de realizar el acto en el interior del templo y no en la calle por una razón típicamente clerical, según he leído; a saber, porque así los niños podían ofrendar a la verdadera talla del santo y no a la una réplica moderna que se utiliza para pasearlo por la calle. Comoquiera que fuese, este argumento expuesto por el representante parroquial (que más tarde fue trasladado de la parroquia por otros asuntos que no vienen al caso) no era compartido por el arzobispado, y de inmediato el diario decano de la provincia aventuró que la corporación municipal intentaba encerrar en el templo la tradicional ofrenda infantil, léase, el laicismo quiere tomar la calle y reprimir la expresión pública de los sentimientos religiosos. La noticia fue puntualmente replicada por los medios de la cuerda de ámbito nacional. La corporación municipal de mi pueblo no...
Diagnóstico
El diario de referencia ha reunido en su suplemento dominical a un ramillete de cuatro intelectuales para diagnosticar qué le ocurre al país. Como los males de la patria más parecen una epidemia que una enfermedad rara, el ejercicio periodístico es más retórico que otra cosa y el diagnóstico puede resumirse en pocas líneas. En los años noventa, el gobierno de pepé abrió en canal el país para dar entrada al dinero fácil y resituar su aparato productivo en la nueva distribución internacional del trabajo y del capital derivada de la implantación de la moneda única. Según este designio, España sería hacia el exterior un espacio desindustrializado, destinado al consumo de bienes de importación y a la oferta de servicios de ocio, es decir, turismo, y hacia el interior, un gigantesco solar para cubrir de ladrillo y cemento con dinero abundante y barato. Unos cuantos hicieron buenos negocios, otros además corrompieron las instituciones y el pueblo (ex) soberano se endeudó hasta las cejas obnubilado por la falsa expectativa, ideológicamente inducida, del final de los ciclos económicos y de la expansión sin límites. Todo el sistema económico se convirtió en una estafa piramidal con el impulso del gobierno y de sus taifas regionales, cuyos miembros y redes clientelares, que ahora desfilan por los juzgados, fueron los más obvios e inmediatos beneficiarios del tinglado. Los socialistas, a su turno, no quisieron o no pudieron parar la ruleta hasta que el invento les explotó en la cara. A continuación, de nuevo la derecha en el gobierno, la política se dirigió a cargar sobre las capas bajas de la sociedad los recortes exigidos para pagar las deudas contraídas y rescatar a los bancos despilfarradores. Salarios más bajos, empleos más precarios, menos servicios sociales, recortes en la educación y sanidad públicas, una fiscalidad beligerantemente asimétrica, y demolición de la hucha de la seguridad social para sujetar con alfileres las pensiones y el voto cautivo de sus beneficiarios, mientras los acreedores internacionales, exentos de la censura de las urnas, no cesan de apretar las tuercas sobre el país y su gobierno dispuestos a cobrarse hasta el último gramo de la libra de carne debida. El estropicio ha sido tan grande que el castigo no solo ha afectado a las clases más bajas, las que generalmente carecen de voz y solo pueden aspirar a manifestarse sino mediante formas radicales, fácilmente manipulables y controlables, sino que ha alcanzado a innumerables pequeños y medianos negocios y empleos estables y razonablemente retribuidos, y a una significativa parte de las clases medias emergentes, que han visto sus expectativas cercenadas y los valores de trabajo, mérito y competencia en los que habían cifrado su ascenso social, burlados por una nube de...
La corrosión del carácter
Un hombre levanta la mano, pide la palabra y dice: “Esta historia no me la ha contado nadie porque es mi historia. Tengo sesenta y un años y empecé a trabajar al día siguiente de cumplir los catorce. No he sido un trabajador conformista, así que he dejado algún trabajo y de algún otro me han despedido por lo que en mi vida laboral ha habido periodos de paro, lo que quiere decir, que he entrado y he salido algunas veces de las oficinas de empleo. Mi hijo acabó la carrera el pasado junio y buscó trabajo, no en lo suyo sino en lo que saliera, y después de mucho buscar encontró un empleo de dependiente en la tienda de promociones deportivas del (aquí da el nombre del primer club de fútbol de la provincia, enfangado como tantos otros del ramo en un asunto de corrupción) y en este tiempo ha trabajado un total de unas cincuenta horas en periodos discontinuos, pues bien, mi hijo ha entrado y salido de la oficina de empleo en estas semanas más veces que yo en cuarenta y siete años”. A experiencias como la del hijo de este trabajador se debía referir el jefe de patronal española cuando proclamó que “el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX”. Como a todos los demagogos, la lógica del lenguaje le jugó una mala pasada y se deslizó en un lapsus linguae ya que lo que probablemente quería decir era que volvíamos al siglo XIX cuando el trabajo era azaroso e incierto, además de alienante, por decir lo menos. Volvamos a ese chico, episódico dependiente de la tienda de material deportivo, e imaginemos las bruscas y continuas correcciones que su trayectoria vital ha sufrido a manos de las fuerzas del sistema apenas ha asomado a la vida adulta. No solo le privan del derecho a trabajar en aquello en lo que se ha formado y para lo que presuntamente es más competente y más útil para la sociedad sino que lo arrojan a un cubiliteo incesante en busca de cualquier empleo en empresas basura, como el club mencionado, para estar en el mercado del que, una vez dentro, es expulsado rutinariamente, para ser admitido de nuevo y de nuevo expulsado, convertido en un dato fungible de las estadísticas laborales. Adiós, pues, a cualquier proyecto vital que no sea convertirse en un paria, despojado no solo de los recursos materiales para llevar una vida digna de acuerdo con los estándares propios de la sociedad que le emplea y le despide simultáneamente, sino incluso de la vida misma, es decir, de su posesión más preciada: el valor de la existencia. ¿Se imaginan la cantidad de...
Nada nuevo
La deriva conversacional con mi amigo Quirón nos llevó ayer a los viejos que quieren parecer jóvenes y que para conseguirlo hacen deporte, es decir, se agitan debidamente equipados en actividades que su esqueleto rechaza con un quejido. El tópico no tiene demasiado recorrido y después de comentar los movimientos espásticos que el presidente del gobierno imprime a sus paseos y que, al parecer, van a ser el reclamo electoral de su partido, estábamos estancados cuando en Quirón afloró un recuerdo de la infancia en su Lumbier natal (su Macondo) en el que el cura, el médico, el maestro y alguna otra fuerza viva practicaban en la plaza del pueblo una insólita forma de tertulia peripatética. Estas autoridades formaban dos parejas o tríos enfrentados que conversaban mientras paseaban por un lado de la plaza de tal modo que, en el recorrido de ida, una pareja o trío caminaba de frente y la otra de espaldas, hacia atrás, y a la vuelta, a la inversa, este segundo grupo avanzaba y el primero retrocedía. Reconozco que me costó comprender e incluso visualizar esta coreografía que dejaba pasmados a los aldeanos para los que el paseo era un ocio de desocupados porque sus piernas solo les servían para ir a alguna faena y el poco tiempo libre disponible lo empleaban para descansar a la sombra. Entre paréntesis, diré que me encantan estos chispazos de lucha de clases que habitan en la memoria de Quirón y que constituyen su Novecento particular, pero volvamos a los paseantes de ida y vuelta en los que no he podido dejar de pensar en las últimas horas y de los que creo que he terminado por entender la racionalidad de su pasatiempo. Estimulaba un moderado ejercicio corporal al aire libre, justo para mantener tonificados músculos y arterias pues, para ser eficiente, el ritmo no debía ser demasiado apresurado ni parsimonioso y además debía tener cierto grado de sincronización, que a su vez servía para mantener cohesionada a la casta dirigente a los ojos de la plebe mientras sus miembros disfrutaban del inigualable placer de la conversación, que en este caso no era meramente ocioso pues hay que suponer que servía para mantener renovados los mecanismos intelectivos para el control del pueblo. El raro paseo de las fuerzas vivas de Lumbier, pues, no era sino una versión rural y pobretona de lo que hoy sería, digamos, la cumbre de Davos. Los elementos esenciales de ambos rituales permanecen inalterables. En Lumbier y en Davos tenemos un espacio convencional, limitado y visible, y una reunión de mandamases, que no pueden perderse la cara unos a otros porque bajo la aparente comunidad de intereses compiten entre sí mientras gobiernan el mundo,...
La dinastía
En esta remota provincia subpirenaica donde paso mis días tenemos una saga familiar merecidamente famosa, que está a la espera de un distraído novelista que relate sus andanzas. El abuelo fue un condotiero carlista, activo conspirador militar y aventajado combatiente contra la república; el hijo fue un controvertido presidente del gobierno provincial y político de interminable data, y el nieto, de oficio desconocido, ha terminado emparentado con la rama plebeya y adventicia de la familia real por matrimonio con la hermana de su majestad la reina. Lo más atractivo de esta saga de aroma decimonónico no es solo lo que ilustra sobre el ascenso social de una cierta clase media en esta concreta circunstancia histórica sino que todos sus miembros imantan de manera irresitible la afición popular a las leyendas. Del abuelo se ha dicho que participó en los desmanes que los facciosos cometieron contra los republicanos durante la sublevación del treinta y seis; el hijo se vio envuelto en un par de asuntos de corrupción, y del nieto han insinuado los pliegos de cordel de la prensa rosa su afección por la reina antes de ser el marido de su hermana. Nada de esto è vero, claro está, ni siquiera è ben trovato, y allá le vaya a quien intente decir lo contrario porque si algún rasgo caracteriza a los que llevan el apellido es su resolución y tenacidad en la prosecución de sus objetivos, que no solo comprenden acciones provechosas para sí mismos sino una ingente producción intelectual para enmarcarlas y justificarlas. En este sentido, el abuelo fue un prolífico historiador y divulgador cultural; el hijo, un jurisconsulto incansable, y quién sabe si el nieto no terminará siendo una autoridad en el conocimiento de la clase ociosa (como Thorstein Veblen). El tenso arco de un ciclo histórico: el abuelo, guerrero; el padre, letrado; el nieto, simplemente famoso. Ahora que la historia parece que da un giro, la familia está dedicada a la defensa de su honor. En el último episodio de este quehacer, el hijo ha demandado por vía judicial a un artista local, autor de unas estampas solanescas sobre la sublevación franquista (en la imagen), para que retire su obra, pida perdón y así restaure el honor del abuelo, y antes el nieto se enfrentó airadamente a la presidenta del gobierno regional porque había retirado la escolta y el vehículo oficial a su padre. Lo cierto es que los lienzos del artista demandado ilustran acontecimientos históricos probados y la retirada de la escolta y del vehículo oficial a un ciudadano privado se hizo por criterios de austeridad del gasto público en ausencia de riesgo o necesidad que los justifique. Pero, eso sí, ensombrecen irreparablemente la leyenda...
La banalidad del mal
En su libro Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt dedica un extenso apartado a examinar la persecución de los judíos en cada país europeo ocupado por los alemanes para demostrar que el desarrollo de la llamada Solución Final tuvo dimensiones y efectos distintos en cada uno según el grado de colaboración de las autoridades y de la población locales. En Dinamarca, fronteriza con la Alemania nazi, la labor criminal de Eichmann y sus secuaces fue imposible porque la población se empeñó en una activa red de acogida y evacuación clandestina de los judíos daneses hacia la neutral Suecia. Recuerdo la repentina simpatía que me invadió hacia ese país báltico que no conozco y del no conozco a nadie cuando leí hace unos años esta información histórica, que he vuelto a recordar con sorpresa al saber que las autoridades danesas multan a los ciudadanos de ese país que muestran alguna actitud humanitaria hacia los refugiados. Acoger temporalmente o montar en tu vehículo a una familia con niños que vaga por las carreteras danesas hacia Suecia en busca de asilo es un delito penal de tráfico de personas. Uno de los rasgos del mal de nuestro tiempo es que resulta inidentificable cuando se comete e incomprensible después de cometerlo. Es lo que acertadamente describió Arendt como banalidad del mal, una expresión a menudo malinterpretada pues no quiere decir que el mal sea banal en sus efectos y consecuencias sino que se produce en un contexto de normalidad y legalidad que, no solo absuelve al ciudadano de su inacción sino que penaliza la acción a favor del bien, como ocurría bajo la dominación nazi. Hay pocas dudas de que la crisis de los refugiados ha llevado a las instituciones europeas a un nivel de encanallamiento difícilmente parangonable. La cuestión es que estas autoridades actúan así por miedo a la reacción de su electorado que, al parecer, detesta a los refugiados como las poblaciones europeas de entreguerras detestaban a los judíos. Estamos, pues, ante un odio democrático. La aportación específica de los gobiernos es elevar este sentimiento a rango de ley para sofocar mediante el código penal cualquier acción transgresora a fuer de espontáneamente humanitaria, como la de socorrer a un viandante o a dar de comer a un niño. Imaginemos que los automovilistas daneses cumplen cívicamente la ley e ignoran a los refugiados que caminan por el borde de la calzada. ¿Qué piensa hacer el gobierno danés o cualquier otro con estos vagabundos una vez que ha interpuesto a la policía con sus porras y botes de humo? Y no respondan, por favor, con las acarameladas y prolijas imágenes de la recepción de un reducísimo puñadito de refugiados que inundan estos días los...