Perdonen que insista, ¿podrían bajar un poco el volumen de la murga? El cumpleaños de Mario Vargas Llosa, dios le dé larga vida, parece una boda calé. No termina nunca y nadie quiere irse a casa. Abres el periódico de referencia y ahí están todos, otro día más, tan ternes. Discursos, sonrisas, palmadas, fotos de protocolo y oportunidad, picoteo para matar el gusanillo, y más discursos ensimismados, como un cante jondo, incluso el inevitable intercambio de miradas asesinas y de alusiones veladas entre jefes de familia, léase Aznar vs. Rajoy. Los tarantos y los montoyas, un clásico. El primero, altivo el ademán y presta la cachicuerna, como un gitano legítimo; el segundo, tardón y parsimonioso, como quien espera sentado en La Moncloa el paso del cadáver de su enemigo. Las comunidades étnicas muy definidas se celebran a sí mismas en rituales cerrados y eso ha ocurrido en la selecta casta de los liberales guay latinoamericanos, que han trasladado el festejo a la Casa de América en el interminable homenaje al patriarca de las letras y vocero mayor de su cultura política. Dale, que dale, que dale. El mundo representado en una fiesta multitudinaria, cosmopolita y privada, como escribió el obsequioso cronista sin temor a la contradictio in terminis. El patriarca aludió en su discurso a la corrupción –un patrimonio, como las procesiones de semana santa, casi exclusivo de los países de cultura católica tan bien representados en este festejo de pascua- para sugerir que eran el origen de los populismos, esa bicha, lagarto, lagarto. ¿Y dónde está la corrupción? No lo preguntó, así que los asistentes no tuvieron que responder, ni siquiera que mirar hacia otro lado. La corrupción es atmosférica entre nosotros gracias a la libertad de empresa que, básicamente, se entiende por aquí como que cada uno hace lo que le da la gana si tiene poder para ello. Ahí estaba Esperanza Aguirre, de noble cuna, que algo debe saber del asunto. Ser liberal entre nosotros, y me imagino que entre colombianos, venezolanos, mexicanos y demás parientes fraternos de las colonias de nuestros ancestros, no es un título al alcance de cualquiera. La fiesta se celebró en el (políticamente) árido Madrid pero podemos imaginarla en cualquier ubérrima estancia del cono sur, con guayabera y entre plantaciones de café. Observo con alivio que el único que no se sumado al cumpleaños del escritor es el campanero loco de la parroquia de mi calle, enmudecido, sin duda exhausto, después del domingo de resurrección, que también fue el día de la patria vasca. Cuántas...
El mundo, tal como lo conocimos
¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita? En mi recuerdo, fue en 2002, una época de vino y rosas en la que la pasta se sobraba como la nata en un puchero hirviente, antes de que estallara la burbuja y se fuera todo a tomar p’ol saco, y nosotros también. Aquel año, las autoridades de la remota provincia subpirenaica donde discurren mis días invitaron a Mario Vargas Llosa para que pronunciara la lección inaugural de los cursos de verano de la universidad. Una apiñada tropa de prebostes locales atendía con expresión inerte el inane discurso de uno de los mejores novelistas del siglo XX, apenas aliviados por la musicalidad de su prosodia. Yo miraba aquellos rostros que no siempre podían ocultar el tedio de que eran objeto ante un mensaje destinado a halagarles, y me preguntaba qué hubieran hecho estos tipos, algunos notoriamente más fachas que don pelayo, treinta años atrás con el autor de La ciudad y los perros y Conversación en la catedral y con los admirados lectores que fuimos de esas obras con las que despertamos a la gran literatura. Seguramente, colgarnos a todos de un pino. Después de la ceremonia de inauguración de los cursos, Vargas Llosa pasó en la provincia unos días de turismo y regalo, objeto de diversos homenajes a cargo del erario público. En aquella circunstancia, aprendí una par de involuntarias lecciones que no dejaron de sorprenderme. La primera, el apetito del futuro premio Nobel por el reconocimiento mundano -algo que ya habíamos presenciado, en más grosero, de nuestro anterior Nobel nacional- y que en nuestra provincia no se eleva más arriba del nombramiento de cofrade honorario de la cofradía del pacharán o la imposición del pañuelico sanferminero con escudo municipal bordado en oro. La segunda lección aprendida fue la chocante falta de escrúpulos de un conspicuo liberal, partidario de la libre empresa, para disfrutar de comidas, alojamiento, transporte con chófer, etcétera, a cargo de los impuestos del común y sin más justificación que la provinciana obsequiosidad de las autoridades. Esta última perplejidad se disipó más tarde cuando supe, porque el mismo Vargas Llosa lo proclamó, que su modelo de político liberal era Esperanza Aguirre, un personaje que ha presidido, sin ella saberlo, claro, la mayor banda organizada en el país para el aprovechamiento privado, cuando no el saqueo, de la hacienda pública. Pelillos a la mar. Desde aquella remota fecha, el novelista ha seguido predicando el liberalismo y el libre mercado, azote de populistas y colectivizantes, gozando de toda clase de homenajes y compadreos, y escribiendo novelas de decreciente interés, que ni de lejos alcanzan las cimas literarias y morales que significaron sus primeros títulos, hasta conseguir el premio gordo...
El contubernio
Un tronco de árbol o una roca que la naturaleza ha tallado puede hacernos ver un rostro, un animal o alguna otra forma familiar. Es un tipo de alucinación voluntaria que alivia al caminante de la monotonía e indiferencia del paisaje y le devuelve a un escenario doméstico del que por el momento está exiliado. La historia también ofrece esta clase de alucinaciones, tanto más si se producen en medio de un periodo de insoportable aridez y miseria. El llamado contubernio de Munich pertenece a este rango de acontecimientos en el que se ha querido ver una significación trascendente a lo que solo fue un trampantojo en el paisaje mineral de la dictadura franquista. Un reciente libro de Jordi Amat, que se presenta con el reverdecido y apologético título de La primavera de Munich, indaga los acontecimientos que confluyeron en el encuentro celebrado en la capital bávara a principios de mayo de 1962 entre representantes del exilio republicano y personajes de la derecha liberal y socialdemócrata, desafectos al régimen de Franco. La reunión quedó para la historia con el estrambótico nombre de el contubernio de Munich porque así lo calificó el diario Arriba con el característico gusto del lenguaje falangista por los términos arcaicos y campanudos, contaminándolo de paso de ridículo para los restos. Todos los elementos constitutivos de esta reunión contribuyeron a que su efecto político fuera nulo; efecto que podemos creer que estaba ya descontado por los patrocinadores mismos de la reunión, que no fueron otros que los servicios de la CIA a través de un artilugio de la guerra fría creado con el nombre de Congreso para la Libertad de la Cultura para contrarrestar la influencia comunista en el debate político de Europa occidental. Munich era entonces la base de operaciones para la agitación anticomunista en el ámbito cultural europeo por medio de un conglomerado de entidades tapadera, fundaciones, editoriales y publicaciones, que reclutaban a intelectuales exiliados del Este y a ex comunistas occidentales conversos y en las que colaboraba un distinguido plantel de figurones de impecable marbete liberal, entre ellos el español Salvador de Madariaga, que presidió el contubernio. En aquella fecha, Franco era una anomalía en Europa occidental: el único superviviente del fascismo derrotado en la segunda guerra mundial, pero, ¿para qué habría de querer Estados Unidos organizar una acción potencialmente desestabilizadora de su régimen cuando tres años antes había firmado con éste el acuerdo para la instalación de bases militares norteamericanas en suelo español a precio de baratillo? La nómina de invitados a la reunión excluyó a representantes del movimiento franquista y de la única fuerza que ejercía la oposición sobre el terreno, el partido comunista (que, no obstante, coló algún delegado clandestino...
La lucha por la vida
Una viajera me ofrece su asiento en el autobús. Mi reacción es instintiva: afirmo los pies en el suelo, aprieto la mano que me mantiene agarrado a la barra de seguridad y ensayo una sonrisa que quiere decir, ¿cree que lo necesito?, y respondo, no, gracias. La mujer, de unos cuarenta, vuelve su atención al pozo del iphone que tiene entre los dedos. Entonces sufro un episodio de coquetería senil y le digo: es la primera vez que me ofrecen el asiento. Ella levanta la mirada del móvil y casi se excusa, es por cortesía… La conversación, o su inicio, queda en suspenso y tengo la aciaga impresión de que me he metido en las arenas movedizas de las relaciones humanas. Por fortuna, ese día la ciudad ha registrado la primera y única nevada del invierno, ha habido atascos de tráfico y el transporte público circula abarrotado, así que la meteorología, esa aliada de las parletas vecinales, viene en mi ayuda. El tema se consume de inmediato; a esa hora, casi no queda rastro de nieve en las calles. Pero la viajera ha abandonado definitivamente la atención a su móvil y me está mirando. Recurro a un tópico infalible y muy adecuado a mi aspecto de abuelo al que se debe ceder el asiento. Voy a buscar a mi nieta a la guardería, le digo. A mi interlocutora se le ilumina la mirada: me habla de sus tres hijos y aclara que ha dejado de trabajar para criarlos y estar con ellos mientras crecen y que eso le supone un sacrificio económico, que es visible, pienso, en su aliño indumentario y un cierto descuido general de su persona. Mi incorregible tendencia a la abstracción me lleva a pensar que estoy ante otra víctima de la crisis económica, ya saben, exceso de cargas domésticas, subconsumo, dificultades para la conciliación familiar, falta de servicios sociales, bajo salario, pero ella sigue hablándome de sus hijos, tres, la menor de los cuales tiene cinco años y es, dice con una imperceptible sonrisa de extrema vulnerabilidad, especial. Le pregunto si va a algún colegio y me da el nombre del que es alumna también mi nieta mayor, en el barrio al que se dirige el autobús, y me parece que, por la edad, deben ir a la misma clase. Se lo digo, me pregunta el nombre de mi nieta, se lo digo, y, en efecto, su hija y mi nieta van a la misma clase. Este descubrimiento le ilumina la cara de perceptible alegría. El autobús ha llegado a mi parada y nos despedimos. Más tarde, pregunto a mi nuera por esta mujer a la que debe conocer porque ambas pertenecen al mismo colectivo...
Atentado y condena
Vale la pena recordarlo. El 11 de marzo de 2004, el país sufrió el mayor atentado terrorista de su historia y uno de los más sangrientos que se han registrado en Europa. Diez explosiones simultáneas en cuatro trenes de cercanías de Madrid y en la estación de Atocha provocaron 193 víctimas mortales y 1.858 heridos. La responsabilidad del terrorismo yihadista fue percibida casi de inmediato pero el gobierno del pepé, en funciones también en aquel momento, optó por desviar la atención de la autoría por el temor a los efectos electorales que podría tener esta evidencia, como, en efecto, así fue, y más tarde, durante al menos los cuatro años que duró la investigación del atentado, el juicio y condena de los culpables, en un proceso modélico, los agentes mediáticos al servicio del partido de la derecha destilaron toda clase de bulos, equívocos y suposiciones, incluida la denigración de una parte de las víctimas que no se plegaban a sus designios, con el fin de enturbiar la acción policial y judicial y, en consecuencia, la legitimidad de las acciones del estado democrático contra esta variedad del crimen organizado. La sociedad no es mejor después de un atentado, como ya nos había enseñado años atrás el terrorismo vasco. Al contrario, uno de los efectos de las deflagraciones, casi simultáneo al dolor y al desconcierto que producen, es poner de relieve la división de criterios, mezquindad de intereses y cortedad de miras, si no de la sociedad, aunque también, sí de los partidos políticos que la representan. Así que las declaraciones compartidas de condena a los atentados sirven de casi nada a efectos de seguridad y eficacia, excepto como profilaxis para que los partidos no se enzarcen a la greña después de un atentado y para llevar a la ciudadanía el mensaje, aunque sea retórico, de que la seguridad es un bien común. Estas enseñanzas de la historia reciente no parecen formar parte del acervo del más importante de los partidos emergentes, en el que cinco millones de ciudadanos hemos depositado nuestra confianza. Entre las múltiples perplejidades que tienen que digerir cada día los votantes del partido morado, o una parte de ellos, está el hecho de que no se sumara al pacto antiyihadista porque el «compromiso con lo que significa Europa, que tiene que ver con la defensa de las libertades, no pasa en ningún caso por la venganza». Un argumento extravagante, incluso en su sintáxis, que, literalmente, puede asociarse a un cierto moralismo pacifista, y, en la práctica, a la mera confusión política. Aún aceptando la complejidad de la lucha contra el terrorismo islámico y los desafíos que comporta para el estado y la sociedad, no siempre dispuestos a...