La reina de Inglaterra cumple hoy noventa años -¡dios la conserve muchos más, aunque sea en formol!- y el festejo estará presidido con una tarta confeccionada por Nadya Hussain, una joven repostera bangladesí que ha cobrado fama en el gremio después de ganar uno de esos proliferantes concursos televisivos de cocina. El pastel real linda en la agenda con la acogida del papa a un grupito de refugiados sirios en el Vaticano. Vuelven los viejos y buenos tiempos. El padre omnipotente y compasivo rodeado de menesterosos que buscan amparo en los pliegues de su blanca indumentaria talar y la madre universal que acepta con un melindre la ofrenda alimenticia de los remotos hijos del imperio. Los pobres atraviesan el muro de estucos dorados y encuentran la redención. Imágenes de retablo o de museo, pertinentes a una sociedad empeñada en el turismo. Está por ver que la reina llegue a probar la tarta y que el papa vuelva a ver la cara de los refugiados, pero no importa. Estamos ante una epifanía. Las sombrías nubes de la realidad se disipan y dejan pasar los rayos del sol y el azul del cielo, como en las cúpulas de las iglesias barrocas. La epifanía puede ser un trampantojo, como puso en evidencia la cabalgata de reyes magos de la alcaldesa de Madrid, una colisión caótica de la realidad y el deseo, pero tampoco importa. Los poderes sobrenaturales y predemocráticos envían una señal a la tierra donde andamos perdidos los hombres (y ahora también las mujeres), que se muestran ciegos, como nos recordaban los curas. Cuando escribo estas líneas, la repostera de la reina y los refugiados del papa ya son el pasado, vale decir, están olvidados ¿pero quién dedica más de un minuto a echar un vistazo a la talla de un retablo o al lienzo de un museo? Pasamos página, como se decía antes, o hacemos clic, como se hace ahora, y volvemos a la oscuridad mesocrática, racionalista, laica, progresista, de una sociedad que no puede evitar que sus elites se dediquen a saquearla y que vierte su odio sobre los extranjeros, pero que no renuncia a conmoverse ante el involuntario gesto de una reina o de un papa que ejercen su satisfactoria compasión con la naturalidad de quien evacua sus...
¿Vale?
La abogada de manos limpias afirma en la tele que no va a retirarse de la acusación particular que ejerce en el caso Nóos a pesar de las llamadas y presiones que dice haber recibido para que renuncie a esta función ¿vale?, porque representa a muchos ciudadanos ¿vale? El uso de esta fastidiosa muletilla, que repitió al término de cada afirmación, dice poco de la retórica de la letrada y, sobre todo, da noticia de la debilidad de su posición. La primera vez que atendí al uso coloquial de este pespunte verbal, por la cuenta que me traía, fue en el sermón de un promotor inmobiliario devenido patrón de la empresa de comunicación en la que yo había sido contratado. El tipo era dueño de una verba torrencial y asertiva, plagada de instrucciones y admoniciones, que subrayaba invariablemente con un ¿vale? En la intención del hablante, la duda que parece encerrar la muletilla no se refiere al contenido de lo que dice, ni a su veracidad, sino a la actitud requerida al receptor, que tiene que aceptarlo como lo oye, ¿vale? Es una proposición que convierte el argumento en un envite, pero sobre todo en una amenaza. Aquel empresario sufría, o eso quería hacer creer, por la marcha de sus negocios, que no iban nada mal en absoluto, pero, si hubiera podido, nos hubiera triturado con sus propias manos… limpias. La paradoja es que la muletilla denota a alguien que no está en condiciones de sostener lo que dice ni de ejecutar su amenaza. ¿Vale?, pues vale. La abogada debiera ser consciente de su trémula posición en el juicio de Urdangarín, Cristina de Borbón et alii, aún en el supuesto de que no estuviera al cabo de la calle de la (presunta) extorsión que se traía entre manos su empresa, lo que tampoco resulta muy verosímil. ¿Vale que la justicia, como dios, escribe recto con renglones torcidos y que un (presunto) extorsionador puede conseguir la condena de unos (presuntos) estafadores? Pues no, no vale. Esta ópera de cuatro cuartos en que se ha convertido la vida pública española lo ha inundado todo, incluida la voluntad de decencia de la ciudadanía, a la que en este caso representaba la abogada y sus manos limpias, ¿vale? Sentados entre el público del caso Nóos, tenemos que elegir a nuestro héroe entre unos (presuntos) extorsionadores y unos (presuntos) estafadores. Menos mal que se nos explica el mecanismo dramático a la vez que se desarrolla la trama, como en el teatro de Bertolt Brecht. Es el llamado efecto distanciamiento. Intenten ejercitarlo,...
Jugadores
El resultado de la consulta interna a las bases podemistas era más que previsible, obvio. Unos pocos puntos porcentuales arriba o abajo, el resultado ha sido idéntico al que, a su turno, obtuvo Sánchez en el pesoe para hacer su juego: una aprobación abrumadora de la propuesta del líder en medio de una participación mediocre. Una abstención superior al cincuenta por ciento en ambos casos es mucha abstención si se supone que el censo de los convocados está formado por afiliados y simpatizantes motivados. Pero, como sabemos, estos referendos domésticos sirven para animar a la dirigencia a hacer lo que ya está haciendo. En ese sentido, misión cumplida. Parece que con esta última performance del equipo morado ha terminado la fase de espera y todos los partidos están ya listos para empezar de nuevo la campaña electoral. Va a ocurrir lo que todos han sabido que ocurriría, incluidos los que han fingido actuar como si creyeran que iba a pasar otra cosa. Ningún jugador estuvo nunca conforme con las bazas que repartieron las elecciones el 20 de diciembre y estas semanas han estado dedicadas a echar envites falsos y a pasar de ellos sin perder la compostura y sin dejar de mirar el reloj que marca el final de la partida. Mientras, hay que tener entretenida a la afición y, en este empeño, cada uno tiene su estilo. Rajoy, el tahúr más veterano, a su característico modo, se ha plantado desde el primer momento y ha oficiado de marmolillo sin agotarse en gestos inútiles. Bastante espectáculo da su peña todos los días para solaz de la grada, sin que ello le reste apoyos electorales. Sánchez ha querido hacer creer que la partida tenía recorrido porque le va en ello la permanencia futura en la mesa de juego. Rivera ha jugado de farol para ocultar sus intenciones y de paso para ocultar que carecía de cartas para llevarse ni una mano. E Iglesias, por último, después de repartir libros entre los jugadores, que es la versión higiénica de ofrecer tabaco, se ha sentado a la mesa sin poder ocultar la maldita gracia que le hacía el juego. Habrá, pues, otra partida y nuevo reparto de cartas a finales de junio. Lo que los jugadores quieren creer, y hacernos creer, es que la suerte mejorará para todos ellos, lo cual es imposible. Por lo que sabemos hasta ahora, que es poco e incierto, las urnas no arrojarán grandes cambios. Los bloques electorales repetirán, a grandes números, el voto a su sigla correspondiente. En parte, es una creencia dictada por la necesidad porque la campaña electoral no podrá ser ni muy intensa ni muy novedosa. Pero hay un par de imponderables en...
Estamos rodeados
La renuncia del ya ex ministro Soria a su cargo, el descubrimiento del fraude de Aznar y las consabidas hazañas de Rato evidencian que ha anidado en el gobierno esa casta formada por los del dinero de toda la vida y los nuevos del pelotazo, que llevan décadas pasándose por los forros las obligaciones con hacienda, es decir, meándose en la bandera. Los fulleros están, no solo en los aledaños del gobierno y en sus zonas de recreo, donde ya sabíamos que acampaban, sino en el núcleo duro del ejecutivo, donde se toman las decisiones. En lenguaje clínico, diríamos que la corrupción ha hecho metástasis. Que el presidente Rajoy haya asistido, impasible el ademán, a esta toma del poder por los corsarios del dinero negro no solo es anecdótico sino previsible. Rajoy es profesionalmente registrador de la propiedad y su oficio consiste en sancionar en papel de barba y sin hacer preguntas los cabildeos de sus clientes, siempre que parezca que se ajustan a la letra de la ley, aunque sea pequeña. El ecosistema explica un par de perplejidades del común. Una, que el ex ministro Soria dijera no recordar haber firmado la documentación que lo convertía en directivo de una sociedad afincada en un paraíso fiscal. ¿Qué ciudadano común olvida, por la cuenta que le trae, que ha firmado un papel ante notario? La segunda perplejidad está en el hecho de que Rajoy apoye de entrada y sin reticencias a todos los pajarracos de su entorno que aparecen envueltos en negocios turbios. ¿Se imaginan a un notario o a un registrador de la propiedad que traicionara el secreto profesional y comentara con el primero que pase su sospecha de que alguno de sus clientes había cometido un pufo? Es algo más que una metáfora; es un hecho necesario que el presidente del gobierno sea un mero testigo de la corrupción reinante. El presidente del gobierno y los operadores del dinero, sea blanco, negro o grisáceo, mantienen una relación simbiótica. Pero Rajoy no es una excepción, claro, aunque, por lo que a nosotros respecta, está en el centro mismo del problema. Como consecuencia del alumbramiento de los llamados papeles de Panamá, el parlamento europeo ha aprobado una ley que protege el secreto corporativo de las empresas, a fin, dicen, de salvaguardar la competencia en el mercado, y también, pero esto no se dice, para protegerlas de la inquisición de hacienda, de los consumidores, de las agencias de control y demás afectados por sus prácticas. Esta ley europea, y otras formas de complicidad con el gran dinero, que nos asaltan cada día, dan la medida de la asfixiante corrupción ambiental, directamente relacionada con la desigualdad, el desempleo y el neofascismo...
Elogio del monólogo
El cuarto centenario de la muerte de Shakespeare es una ocasión tan buena como cualquiera otra para celebrar esa sospechosa forma de expresión verbal que llamamos monólogo. Estoy entre los adictos a los soliloquios. Esta bitácora, por último, no es más que un monólogo al que asiste un grupito de seguidores benévolos. Desde que tengo memoria puedo verme por la calle o encerrado en el váter hablando conmigo mismo. Era la mirada de los otros lo me hacía consciente de la extravagancia; entonces, cesaba en la perorata, agachaba la cabeza y seguía adelante unas decenas de metros antes de continuar la conversación con mi sombra. Mi padre me advirtió, si sigues así te tomarán por loco. No me corregí, o no lo suficiente. En algún momento de mi vida profesional, hace unos años, atravesaba una situación desapacible y cierta mañana en que me dirigía al despacho terminé en medio de los hayedos de la comarca pirenaica de Quinto Real, aparqué el vehículo en el alto de Urkiaga y, calzado con zapatos de ciudad y atenazado por la corbata, eché a andar por la pista forestal parloteando como un orate hasta que un duende me chistó desde detrás de los matorrales para que cerrara la maldita boca. Sospecho que fue un cazador agazapado a la espera de la pasa de la paloma pero no me detuve a comprobarlo; antes de recibir una perdigonada regresé al coche, enfilé hacia el despacho e inicié la jornada laboral como si nada hubiera ocurrido. Los monólogos se los lleva el aire. Los personajes de Shakespeare desarrollan su conciencia mientras hablan consigo mismos. La máscara se construye en el lenguaje. Es una idea atractiva pero equívoca. En el monólogo hay algo de narcisista, una verdad que se formula a la vez que se niega a los demás – Hamlet es un caso típico, y la dosificación de este rasgo narcisista es lo que hace tan difícil el papel para sus intérpretes-, pero la conciencia del personaje no la construye él mismo sino quienes le escuchan: los espectadores. Somos lo que los demás creen que somos. Por eso hay tantos hamlets en la historia y en el escenario. Las tecnologías de la comunicación son un jardín de monologuistas. Un tipo, absorto y orgulloso de su condición, camina por la calle y perora al aire con un pinganillo en la oreja. Al otro lado de ese chisme, que ojalá hubiera tenido yo en mi juventud para disimular mi mal hábito, debe haber alguien que le escucha como los espectadores escuchan a Hamlet desde la oscuridad de la sala. El tipo va haciendo teatro por la acera, sin...