En verano es proverbial que los libros que han permanecido inmóviles en los anaqueles de la biblioteca, intenten escapar hacia lugares más placenteros, como cualquier veraneante. No de otro modo puedo explicarme por qué algunos títulos que parecían olvidados entran inesperadamente en el foco de atención del distraído lector. Acaba de ocurrir con Las voces de Marrakesh, de Elías Canetti, un autor frecuentado y admirado por este escribidor en los años noventa y que ahora parecía gozar de una plácida e inerte jubilación en la parte alta del mueble. Recuerdo que este título tuvo que esperar algunos años a ser leído, hasta que satisfice la deuda. ¿Por qué vuelve a buscarme? Quizás porque es un libro de viajes y estamos en la estación propicia. Sea como fuere, he vuelto a Las voces de Marrakesh. Canetti escribe resuelto a despojar a los hechos de su invasiva trivialidad, y pocos aspectos de la experiencia actual están más infectados de trivialidad que el turismo. Las voces de Marrakesh es la crónica del viaje de un turista.

El autor visitó esta ciudad marroquí invitado por un amigo que estaba en el negocio del cine e iba a rodar una película en la ciudad, y durante su estancia hizo lo que hace cualquier turista: callejeó, visitó el mercado de camellos, el zoco, el barrio judío, los bares frecuentados por turistas anglosajones y, repetidas veces, la celebérrima plaza de Xemaá El Fná. De estos paseos, Canetti extrae un puñado de viñetas definidas por la vibrante tensión entre su agudo sentido de la observación y su desconocimiento absoluto de la lengua y costumbres locales. Aquí, la mirada del observador se posa en la realidad sin participar de los códigos que la articulan internamente, lo que le permite ver lo cotidiano como quien asiste a un misterio. No recurre a ningún tópico ni idea preconcebida sobre la ciudad que visita, La mirada está despojada de anteojeras folclóricas y las escenas callejeras adquieren una especie de hiperrealidad casi insoportable: el doloroso viaje de un camello al sacrificio porque padece rabia; el extraño comportamiento de un santón con las limosnas que recibe; la mirada flotante de una mujer tras una reja; los parloteos ceremoniosos de los cuentacuentos en Xemaá El Fná. Cada una de estas viñetas es la exploración de un fragmento de realidad a la búsqueda de su sentido, que, al encontrarlo, si lo consigue, dará sentido también al observador mismo. A veces, un chispazo de empatía brota inesperadamente; otras, cuando sus interlocutores son europeos, o judíos marroquíes, con los que comparte el francés o el inglés, la identificación no siempre es positiva ni agradable. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el encargado del restaurante asalta a Canetti y a quienes le acompañan en la mesa con la historia de cómo él y sus amigos robaron con engaño a una prostituta infantil. La comunicación, en sentido moral, no siempre se produce por el hecho de compartir la lengua.

Los camellos y asnos reclaman la atención del viajero, utilizados como animales de carga y los camellos también para la alimentación humana. Esta explotación del ganado adopta a menudo maneras brutales y Canetti les dedica un par de relatos. El último transcurre por la noche en la consabida Xemaá El Fná cuando la plaza ha sido abandonada por la abigarrada multitud que la ocupa durante el día y sólo queda un grupo de hombres reunido alrededor de unas lámparas de acetileno que contemplan como un burrero hostiga a su famélico asno para que haga ciertos giros acompasados con la música mientras desgrana una perorata incomprensible. “Permanecí sólo poco rato y así es que no puede decir qué ocurrió después. Mi horror sobrepasó mi curiosidad”, concluye el narrador. El caso es que  a la mañana siguiente vuelve a la plaza y ahí está el miserable asno junto a su amo, de charla con otros compadres, como la noche anterior. “No se había movido de su sitio, pero sin embargo no era el mismo pollino. De entre sus patas traseras colgaba de pronto un miembro descomunal. Parecía más duro que el garrote con que se le había amenazado la noche anterior. Con todo, esa miserable, vieja y débil criatura, ahora a punto de reventar, menos valiosa que nada, sin carnes, sin fuerza, aún poseía tanta voluptuosidad en su interior para que su mera estampa me liberase del efecto de su miseria. Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo, cuánto quedaba aún de él cuando yo ya nada veía. Deseo para todo atormentado semejante disposición en la desgracia”.

A la postre, Canetti se ve prendido por un detalle llamativo, aunque mínimo, del paisaje que le ha proporcionado el viaje, como le hubiera ocurrido a cualquier turista rijoso y aburrido, que no dejaría de comentarlo durante meses en las reuniones de matrimonios entre risas y con un gin-tonic en la mano. Se puede ser turista de muchas maneras, tantas como te dicte la sensibilidad y el conocimiento, pero la materia del turismo es la misma para todos.

Las voces de Marrakesh, Elías Canetti. Trad.: José Francisco Yvars. Editorial Pre-Textos, 1993 (5ª edición en español).