Las recientes elecciones italianas traen un mensaje consolador. No estamos solos. Europa es algo más que una estructura burocrática bajo el dictum de Berlín o Bruselas. Después de un montón de tratados internacionales, de sustos financieros compartidos y de más de treinta años de funcionamiento del programa de becas Erasmus, Europa se ha constituido en una espesa sopa en la que todos los ingredientes somos muy parecidos. Todos queremos salir de la sopa pero nunca en la historia se habían parecido tanto españoles, italianos, alemanes, polacos, etcétera, ni en la cocina, que ya es internacional, ni sobre todo en sus clases dirigentes, formadas por improvisadas tropillas de oportunistas intrépidos e ineficientes. La pulsión centrífuga que recorre a los países miembros de la unión no es más que el reflejo de la necesidad sentida de no parecernos a los otros, es decir, de no parecernos a nosotros mismos. Es la pulsión del urbanita que decide abandonar la ciudad inabarcable y sus agobios e incongruencias para dirigirse a la casa solariega en el campo y la encuentra poblada de ratas, el huerto invadido de matorrales y los muros tambaleantes, y, lo que es peor, sin recursos financieros para acometer reformas. Ahí tienen a lady May enzarzada en el brexit. El retorno a casa no hace sino acelerar el desgobierno.
Italia se ha puesto en camino, si bien se ha detenido a un paso de la raya que franquearon los británicos. Por ahora no abandonará la unión ni el euro, pero no por falta de ganas. Dos lecciones trae el nuevo gobierno de Roma: la fusión de la derecha y de la izquierda en un programa antieuropeísta compartido, que ha conseguido identificar el enemigo común: los inmigrantes y refugiados, los cuales tienen a partir de ahora buenas razones para echarse a temblar porque muy bien pueden ser arrojados de vuelta al mar. El cómico dirigente del movimiento cinco estrellas y el cómico de cresta color panocha que habita la casa blanca encuentran la misma solución a la crisis, la misma puerta al futuro. Que un votante del primero, que seguramente tiene en sus antecedentes políticos al partido comunista italiano, una de las formaciones más serias, progresistas y cívicas del pasado siglo en Europa, coincida en el sentido de su voto con un votante evangélico del cinturón bíblico norteamericano da idea de la mutación que ha sufrido el mundo, y, como se dice más arriba, de lo iguales que somos.
El segundo rasgo que nos asemeja es personal. Las formaciones firmantes del programa de gobierno no han conseguido encontrar en sus filas a un líder que pueda dirigir el ejecutivo, así que han echado mano de un don nadie, un tal don Giuseppe Conte, cuyo mérito más destacado es que no tiene experiencia política alguna. Si quieres que no te quiten el puesto de mando, sienta en él a un simple, como ha hecho don Puigdemont con don Torra. Esta similitud de comportamientos entre italianos y catalanes quizás tenga que ver con la familiaridad racial, ahora que volvemos a examinarla, sobre todo en Cataluña, para juzgar la idoneidad de la ciudadanía. Don Conte ha cumplido con generosidad y rapidez las expectativas puestas en él. Apenas posado bajo los focos, se ha descubierto que su currículo académico está falseado. Que el país de Andreotti, De Gasperi, Togliatti y Berlinguer haya producido un líder de la calidad de doña Cifuentes o don Casado da idea de la nefasta uniformación a que nos ha arrastrado el euopeísmo.