Presentación de las candidaturas podemitas de mi pueblo para las próximas elecciones generales de junio. El lugar, una recoleta plaza del casco antiguo de la ciudad, a la vera de la catedral y flanqueada por conventos de monjas de clausura. Junto a los reunidos pasan grupos de ensimismados turistas en ruta, japoneses y jubilados españoles, que levantan la mirada brevemente intrigados por el grupo que se ha formado y aprietan el paso, como si no quisieran verse atrapados en un lío. La reunión, sin embargo, es de una modestia increíble, despojada de banderolas, altavoces, chundaratas y otros recursos típicos en esta clase de actos. La presentación discurre en el tono de la voz humana, sin más amplificación que la que ofrece un pequeño aparato de sonido. Los candidatos posan aupados en unos taburetes que les han prestado en un bar cercano, ante una batería de cámaras y con un grupo de correligionarios de pie a su espalda como único telón de fondo. En total, menos de medio centenar  de personas,  de los que media docena somos curiosos o espectadores. No hay una figura principal y cada candidato se presenta a sí mismo y explica las razones de su candidatura. El perfil  es homogéneo en todos ellos : un o una joven de apariencia informal, titulado superior, y ocupado en movimientos sociales. Sus breves y tópicos discursos están cargados de una mezcla de timidez y de osadía que se retroalimentan. De una parte, confiesan estar ahí casi por azar, empujados por una situación que quieren cambiar y, de seguido, formulan objetivos de inasible magnitud como impedir la celebración del acuerdo transatlántico para el comercio y la inversión, más conocido por su ominosa sigla inglesa, ttip. ¿Cómo van a hacerlo? No se sabe, y la ocasión no da para explicaciones de detalle, ni en éste ni en ningún otro asunto. Los objetivos se formulan como un santo y seña, de pasada y sin prestar atención a su significado. La escena tiene una tonalidad gandhiana, entrañable, pero en la que se necesita fe para creer que dará frutos, y si serán comestibles. La ventaja es que cada uno puede esperar lo que quiera porque la esperanza es libre. El viejo que asiste a la celebración desde la acera opuesta piensa, así empiezan las revoluciones. El acto, mínimo, sosegado, quedo, ha durado unos pocos minutos y  el grupo se fragmenta en subgrupos de afinidad: saludos, sonrisas, confidencias, periodistas que se acercan a los candidatos para extraerles una declaración que justifique el desplazamiento y la hora de trabajo invertida. El viejo abandona el observatorio y, al llegar a casa, le asalta uno de esos programas de televisión sobre actualidad política y ahí está la infatigable reata de corruptos, trincones, mentirosos, que van de la poltrona al juzgado y vuelta, proliferantes como la plaga que son, impunes, inmunes, dispuestos a seguir haciendo aquello que dicen que no han hecho, creando un vacío que consume el oxígeno que respiramos, y el viejo comprende que no puede hacer otra cosa que entregar su voto a los gandhianos de la plaza de las monjas.