El diario decano de mi pueblo da hoy una noticia intrigante, turbadora y confusa, por el hecho que describe y por el modo de presentarlo. Resulta que, durante dos años, un número indeterminado de curas de la diócesis han sido objeto de extorsión por parte de una banda organizada de “personas de nacionalidad rumana”, vale decir, probablemente, aunque la información no lo explicita por aquello de la corrección política, de gitanos procedentes de ese país, que, en efecto, frecuentan los entornos de las parroquias a la busca de la caridad limosnera de sus usuarios. El resultado ha sido que algunos de estos curas han sido “trasladados” de sus parroquias a causa del “estrés” que el chantaje les provocaba. Primera pregunta ¿cómo es posible que un grupo de ostentosos y andrajosos individuos dedicados a la mendicidad (una especie de personajes de Viridiana que han descubierto las virtudes del emprendimiento) pudieran extorsionar y por qué motivo a los curas, que ocupan un lugar central en la comunidad de los fieles y por ende en la aldea o barrio en que se ubica la parroquia? Lo que cuenta la información periodística es que estos presuntos extorsionadores se acercaban a los curas pidiéndoles una ayuda económica, a lo que estos accedían llevados por su “bondad”, mientras estudiaban sus “horarios y costumbres” y, poco a poco, aumentaban el nivel de sus exigencias con la amenaza ¿de qué? La noticia no lo aclara más allá de una anécdota colateral y ridícula; al parecer, una de estas extorsionadoras se acercó al confesionario y se descubrió los pechos ¿quizás para colgar la comprometedora foto en Instagram? La información periodística se basa en la entrevista a un portavoz de la diócesis y no da detalles de esta prolongada situación que ha afectado -en ocasiones gravemente, si han tenido que ser “trasladados”–  a respetados pastores espirituales. El lector tiene la sensación de estar ante el borrador de una novela negra.  Curas y gitanos tienen en común su pertenencia a comunidades ajenas al Estado, regidas por normas y conductas endogámicas que en este caso han llegado a alguna forma de simbiosis perversa y, al parecer, también duradera por la misma razón de su impermeabilidad a las leyes que nos rigen a todos. Damos por sabido que los gitanos constituyen una comunidad marginal, lo que acarrea sobre ellos indefensión y vulnerabilidad, pero ¿quién iba a imaginar que los curas que han pastoreado nuestra existencia constituyen también una vulnerable e indefensa comunidad ante los embates del primer desaprensivo que llama a su puerta? En el mismo reportaje, el periódico da el nombre de uno de los curas “trasladados”, “víctima de la extorsión económica”, al que en ocasiones encuentro a la puerta de la parroquia frente a mi domicilio tocado con un inesperado y elegante sombrero stetson, que en los usos indumentarios de este pueblo es tan llamativo como un penacho de plumas de gran jefe sioux. Por lo que se puede ver y oír cada día, la parroquia de mi barrio tiene su correspondiente cuota de rumanos que se ganan la vida en los alrededores del atrio de entrada al templo y una estrepitosa y febril actividad campanil, que celebra cualquier ocurrencia del santoral. Quizás las autoridades episcopales debieran bajar del cielo de las campanas y echar un vistazo a lo que ocurre en la tierra, donde tienen lugar las penas y milagros de curas, gitanos y vecindario en general. Y, de paso, los periodistas quizás debieran investigar con un poquito más de ganas e informar con algo más de precisión, en vez de oír campanas y no saber dónde.