Planea invisible sobre nuestras cabezas identificado con un acrónimo que tanto puede designar a un virus letal, un meteorito que se acerca a velocidad de vértigo hacia nuestro planeta o un programa informático que acabará con los recursos que hacen posible la vida tal como la conocemos: TTIP. Esta mañana, un grupo de activistas se han jugado el tipo escalando una torre de Madrid para colgar una  advertencia: no al ttip.  Es asombrosa la fuerza evocadora de las palabras, y tanto más si son jeroglíficos,  la cual no ha variado desde que los chamanes del paleolítico las pintaban en las paredes de la cueva para moldear a la tribu. En 1986, el gobierno socialista de Felipe González convocó un taimado, y costoso, referéndum para mantener a España en la organización militar del atlántico norte, contra el deseo de las propias bases del partido y de sus votantes. En la dialéctica consiguiente, los partidarios de la permanencia llamaban al artilugio con el amigable nombre de la alianza mientras los detractores pronunciaban sonoramente la sigla, otan, que suena como el motor de arranque de un bombardero o la oruga de un tanque. Por supuesto, ganaron los de la alianza porque si no puedes esquivar una ola, procura nadar en su cresta. La negociación del tratado transatlántico de comercio e inversiones se lleva con tanto sigilo que sus urdidores no han necesitado molestarse en buscar una denominación más tranquilizadora que el ominoso ttip. Si le llamaran con el inocuo término de acuerdo comercial quizás desactivaran parte de la amenaza que transporta. Aunque nada hay más tonto que enfrascarse en disquisiciones nominalistas para entender, y en su caso conjurar, fuerzas políticas y económicas que se llamen como se llamen están ahí y van a seguir estando mucho tiempo. El ttip pretende una gran área de libre comercio en lo que llamamos el hemisferio occidental del planeta, de modo que no es más un desarrollo masivo de la globalización en la que vivimos, y significará la destrucción y/o mutación de sistemas, formas de vida e instituciones  económicas y sociales de carácter local. ¿Qué pasará con mi empleo, con mi pequeño negocio, con los alimentos que consumo, con la tierra que cultivo? No hay respuesta. Un selecto grupito de tecnócratas que nadie conoce está negociando los términos del tratado en una opacidad absoluta. Unos pocos parlamentarios y miembros de los gobiernos concernidos tienen acceso a los documentos, no se sabe en qué medida, y pueden consultarlos bajo un severo compromiso de confidencialidad. Podemos imaginar a estos representantes electos que han visto los papeles (ni siquiera leerlos en detalle) como quien echa un vistazo al séptimo círculo del infierno y salen de la cámara acorazada demudados y obligados a guardar silencio ante quienes les han elegido y en consecuencia les han dado la autoridad para leer esos y cualesquiera otros papeles de interés público. En el trámite se ha roto el mecanismo de comunicación entre elegidos y electores que sostiene la democracia, una situación que ya es rutinaria en las manos de quienes tienen el dinero. Y luego fingen escandalizarse por la eclosión de lo que llaman los populismos.