Preocupado por este asunto que frecuenta las páginas de los periódicos serios, me salpico la mandíbula con unas gotas de Acqua di Gio de Armani (por cierto, de un frasco de muestra), como nuestros antepasados hidalgos se pintaban las nalgas de carmesí bajo las cuchilladas de los gregüescos para ocultar su carencia de calzas de seda sobre la piel, porque toca hacer la declaración de la renta a hacienda y quiero que el funcionario advierta de inmediato por el olfato que está ante un miembro de la clase media, así que ¡un respeto! El efecto narcótico del perfume no dura ni un instante porque aún no se ha disipado y ya me asalta lo que, hace unos años cuando todavía había pasta en los bolsillos, dijo mi amigo Quirón, un tipo que conserva una conciencia proletaria que ya no se encuentra ni en las ruinas de Magnitogorsk: aquí la gente se cree de clase media porque compra una sudadera en Decathlon. Si este indicador es exacto, basta darse una vuelta por este establecimiento y otros templos del consumo erigidos en los noventa para comprobar, en efecto, el declive de mesocracia. Desempleados y precarizados merodean por los pasillos de lo que parece un almacén militar, entre mostradores atiborrados de un género mediocre y feo producido por esclavos de las remotas colonias de la globalización. Veamos la cosa con más detalle. Las clases medias se caracterizan, digamos, porque tienen acceso a la propiedad inmobiliaria y por la posibilidad de ascenso social por razones de mérito y capacidad. Pues bien, la cifra de parados con título universitario se ha triplicado desde 2007  hasta una tasa del 12,4% de paro en este rango de población, frente al 5,2% de la media europea, y, en cuanto a la propiedad inmobiliaria, la vivienda se ha devaluado en más de un tercio en este periodo. ¿Existe realmente la clase media? ¿Es de clase media un obrero manual que, después de un cuarto de siglo o más de trabajo ininterrumpido en la cadena de montaje consigue, con el esfuerzo añadido de su mujer semiempleada, tener un piso de protección social de ochenta metros cuadrados y llevar a su único hijo a la universidad? La clase media es un concepto apriorístico, a bulto, de uso electoral para los estrategas del pepé, que se hacen la siguiente pregunta: ¿a cuántos podemos echar todavía por la borda de este inestable bote en el que estamos a salvo del naufragio sin que haya un motín y peligre nuestro puesto de mando al timón? La amura del bote y las decisiones del capitán marcan la frontera entre la clase media y el mar embravecido, donde cada vez hay más despojos flotando al albur de las olas a los que llamamos clases bajas, las cuales han aumentado doce puntos porcentuales entre 2007 y 2013, del 26,6% al 38,5% de la población. La funcionaria de hacienda que recibe mi declaración de la renta me dedica una mirada que quiere ser indiferente pero que resulta aviesa. Ya sabe usted que Hacienda tiene un plazo de cuatro años para revisar su declaración, me advierte, y yo comprendo el subtexto oculto de la advertencia: este es un país serio, no como Panamá o Andorra.