La fiscal se ha desatado en una sarta de ordinarieces para ilustrar su argumento contra el recurso de la concejala madrileña Rita Maestre contra la sentencia que la condena por haber participado en una protesta en la capilla católica de la Complutense. Lo que los medios extraen del escrito de la fiscal es lo siguiente: “Es obvio que las señoritas están en su derecho de alardear de ser putas, libres, bolleras o lo que quieran ser, pero esa conducta realizada en el Altar, espacio sagrado para los católicos al encontrarse allí el Sagrario, lugar donde según sus creencias se encuentra Dios, implica un ánimo evidente de ofender”. Según este extracto, el argumento, por llamarlo así, de la fiscal pone en conexión dos circunstancias con la esperanza de que hagan masa crítica y resulten un delito punible. La primera es la forma de protesta de la concejala (y de varias otras personas más, que, curiosamente, no han sido identificadas a pesar de que la acción está grabada en vídeo), consistente en despojarse de la camisa para mostrar el busto mientras proferían consignas contra la intervención eclesial en la libertad sexual de las mujeres. La segunda circunstancia es el espacio donde la protesta se produjo: un lugar de culto, es decir, privativo de los creyentes donde según sus creencias se encuentra dios. Dejando aparte el hecho de que dios está en todas partes, según las mismas creencias (pero la fiscal no tiene por qué ser versada en teología), el argumento de la letrada serviría para que yo denunciase a la parroquia junto a mi casa, cuyos frenéticos repiques de campanas perpetran el mismo delito que han imputado a la concejala. Veámoslo con el colorista estilo del discurso de la fiscal: “Es obvio que los curas de San Miguel (o el obispo que los manda, si se quiere elegir un chivo expiatorio de relumbrón, como en el caso de la concejala) están en su derecho de ser supersticiosos, oscurantistas, manipuladores de conciencias, o lo que quieran ser, pero esa conducta llevada mediante aparatos acústicos de insufrible potencia a la intimidad del hogar, donde el ciudadano vive con su familia, realiza las funciones más íntimas de su naturaleza, ejercita la razón y encuentra la paz, implica un ánimo evidente de ofender”. Sin contar con que la presunta ofensa simbólica que, al parecer, cometió la concejala, es en el caso de las campanas parroquiales una ofensa física porque golpea directamente en el aparato auditivo que la víctima, como la fiscal y los jueces, llevamos de fábrica alojados en la cabeza. No creo que con estos argumentos ningún fiscal o juez se hiciera cargo de la denuncia. Lo curioso en este asunto de la capilla de la Complutense es que ha sido el aparato judicial de un estado laico el que ha caído en la provocación de quienes hicieron la protesta y se ha enfangado en un proceso muy parecido a una caza de brujas, mientras que el obispo del lugar, más sabio y conocedor del papel que le asigna la historia, se ha limitado a ignorar el presunto delito por el acreditado procedimiento de perdonar la ofensa, dejando a la relajada en manos de la justicia civil, como en los tiempos de la Inquisición. Quizás, después de todo, los fiscales sí debieran estudiar teología, y más historia.