Los acuerdos entre partidos se producen y funcionan cuando estos representan a las élites reales de la sociedad, y mejor si el acuerdo es asimétrico y lo dirige quien de manera incontrovertible tiene el liderazgo de esta representación. Un axioma que explica lo ocurrido estas semanas. Sin duda, un acuerdo dirigido por el partido popular hubiera funcionado en esta ocasión mejor que cualquier otra fórmula si lo hubiera intentado de verdad. El fracaso de las negociaciones para la formación de gobierno ha despertado en nostálgicos y oportunistas, vale decir, viejos desnortados y jóvenes avispados, la memoria de la transición y el presunto clima de acuerdo que la hizo posible. Este recuerdo falsea el hecho de que quien dirigió el proceso hacia la democracia fue un partido directamente emanado de las estructuras de la dictadura y dirigido por altos funcionarios del franquismo conversos y apoyados por el nuevo jefe del estado, que invitaron a la mesa a lo que entonces se llamada la oposición democrática, la cual careció en todo momento de capacidad para llevar a la realidad su propia alternativa. Este es el escenario que ha querido reproducir el emergente ciudadanos, sin tener para ello ni fuerza ni representatividad, entre otras razones, porque las élites económicas a las que este partido representa tienen intereses muy despegados de la sociedad que acude a las urnas. Hace cuarenta años, el gran dinero estaba interesado en la apertura al exterior y en la homologación del régimen en su entorno geopolítico; estos objetivos se ha conseguido con creces y no es imaginable que ahora, cuando los integrantes de estas élites tienen afincados sus intereses en Panamá, estén interesados en la redistribución de las rentas o en la reversión de las reformas que han hecho posible su incalculable bienestar. El partido socialista se benefició de aquel consenso, en el que aún permanece trabado, por una circunstancia probablemente irrepetible: la implosión del partido de la derecha. El partido popular no es la ucedé por la sencilla razón de que este último no tuvo tiempo de crear la gigantesca red de intereses clientelares que el pepé ha urdido desde los años noventa, y ya veremos si el balón de gas de la corrupción explota por último y acaba con la instalación de la calle Génova; por ahora solo se han producido escapes, aunque muy ruidosos. El malestar de Pedro Sánchez radica en que quiere ser Felipe González a destiempo, cuando éste ya aparece en la orla panameña; Sánchez quiere ser a la vez el líder de la oposición democrática, de cuando la chaqueta de pana, y el respetable guardián de los intereses del dinero, un proceso que a su modelo y antecedente le costó años e infinidad de trucos conseguir en un periodo, no se olvide, de bonanza económica como el país no ha conocido otro en toda su historia. La eclosión de los indignados ha creado en ciertas capas de la izquierda una sensación de fin de régimen, como en los años setenta. El sorpasso que, al parecer, pretenden los podemistas, opera como un objetivo análogo al de la ruptura democrática de entonces y es de prever que tenga el mismo final: la nada. El consenso de la transición otorgó al partido comunista, el más alejado entonces de las élites dominantes y el más activo en la oposición al régimen anterior, el derecho a estar ahí, pero nada más, y no hay especiales indicios de que no vaya a ocurrir ahora lo mismo con sus herederos históricos. Todo apunta a que las inminentes elecciones van a ser las del consenso, en la pauta que nos recuerda la historia.