Ábranlo al azar por cualquier página (la 567ª de la edición que tengo delante, por ejemplo) y dejen que la melodiosa brisa les alcance:

Sancho Panza se inclinó con mucho comedimiento y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.

Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones y la acomodaron en el carro de los bueyes.

Fin del capítulo. Es difícil encontrar en tan pocas líneas de cualquier otro libro de la biblioteca universal, tanto misterio en una escena, tanta precisión naturalista en la descripción de la acción, tanta profundidad en la observación del carácter de los personajes, tantas perspectivas de una misma historia,  y, por último, tanta incitación a seguir leyendo. Las preguntas sobre El Quijote provocan respuestas embarazosas siempre, y más en estos tiempos de centenario y celebraciones vacías y moralizantes, como la patochada del otro día en el congreso de los diputados, porque obligan a reconocer que no se ha leído, lo que no es grave, porque no termina de leerse nunca, y permite, en consecuencia, reiniciar continuamente su lectura. En algún momento de esta operación, casi de inmediato por lo general, el lector queda cautivado y, desarmados la prisa y los prejuicios que nos acompañan siempre, resulta arrastrado por la prosa cervantina. Al contrario que su contemporáneo Shakespeare, que no deja de ser visible de manera invasiva y feliz por todos los medios de representación imaginables, la obra de Cervantes permanece para el común guardada en tomos de páginas amarillas y tapas de becerro bajo una espesa capa de polvo. En un reciente programa televisivo con ocasión del centenario, uno de los entusiastas eruditos entrevistados comparecía de esta guisa, contra un fondo de librotes antiguos, como si tal escenario le otorgara una autoridad especial en la materia. Esta asimetría entre la popularidad de Cervantes y la de Shakespeare en la actualidad se debe, aventuro, a tres razones. La primera es histórica: Cervantes narra el fin del hombre antiguo, el caballero medieval, y Shakespeare celebra al hombre nuevo, el mercader y el condotiero, en el quicio histórico del siglo en el que se iniciaba el declive de España y el auge de Inglaterra. La segunda razón es de género literario. El teatro, en el que nunca medró Cervantes a pesar de que lo intentó con ganas, permite una convocatoria general del público y es una experiencia compartida, que rueda de escenario en escenario, y cuya plasticidad le permite llegar con nuevos aderezos y disfraces a públicos y épocas muy alejadas entre sí. El Quijote es el último intento de su autor por sobreponerse a su fracaso como dramaturgo y es un diálogo casi musitado con el lector, uno a uno, en soledad. El Quijote aguanta mal las representaciones como puede atestiguar cualquier cinéfilo o televidente, así que ¿cómo cuentas luego el placer que la lectura te ha deparado? (Un inciso: la venganza de la historia ha resuelto que el principal adversario de Cervantes en los escenarios, el engreído Lope de Vega, no haya alcanzado el valor de Shakespeare como dramaturgo ni el de Cervantes como novelista). La tercera razón es quizás moral o psicológica: rehuimos la lectura de El Quijote porque es la crónica de una derrota. En lo personal, tuve una experiencia temprana con este libro porque fue el manual de lectura del curso de ingreso de bachillerato (a los nueve años) del colegio de los escolapios de mi ciudad, en un tomo adaptado (en la selección de los capítulos, no en el lenguaje, como ha hecho ahora Andrés Trapiello) e ilustrado con las inigualables láminas de Gustavo Doré. Imagino que en la actualidad un contacto tan temprano con El Quijote se consideraría una aberración pedagógica, en un tiempo en que los niños se educaban para ser adultos y no como ahora que parece que se educan para seguir siendo niños, pero guardo de aquella experiencia un par de vivos recuerdos, que no quisiera que mi memoria traicionara ahora. El primero fue el estimulante encuentro con los arcaísmos del lenguje, que me parecían chocantes y a la vez extrañamente familiares; el segundo, un sentimiento infantil de compasión por las desventuras del hidalgo. Sin embargo, no recuerdo que me provocara la risa –pocas risas con los curas de aquellos años de penitencia-, que ha sido un efecto frecuente en lecturas posteriores. Mucho después, los adultos descubrimos un rasgo esencial de los personajes cervantinos, que comparten con los modelos pictóricos de Velázquez: la dignidad. En una época torturada y tortuosa (Quevedo y Góngora dan fe de ello), la mirada de los dos grandes investía a los personajes, fueran apaleados hidalgos o bufones de corte, de una dignidad natural que solo puede calificarse de majestuosa. Al celebrar la lectura de El Quijote nos celebramos a nosotros mismos.