El resultado de la consulta interna a las bases podemistas era más que previsible, obvio. Unos pocos puntos porcentuales arriba o abajo, el resultado ha sido idéntico al que, a su turno, obtuvo Sánchez en el pesoe para hacer su juego: una aprobación abrumadora de la propuesta del líder en medio de una participación mediocre. Una abstención superior al cincuenta por ciento en ambos casos es mucha abstención si se supone que el censo de los convocados está formado por afiliados y simpatizantes motivados. Pero, como sabemos, estos referendos domésticos sirven para animar a la dirigencia a hacer lo que ya está haciendo. En ese sentido, misión cumplida. Parece que con esta última performance del equipo morado ha terminado la fase de espera y todos los partidos están ya listos para empezar de nuevo la campaña electoral. Va a ocurrir lo que todos han sabido que ocurriría, incluidos los que han fingido actuar como si creyeran que iba a pasar otra cosa. Ningún jugador estuvo nunca conforme con las bazas que repartieron las elecciones el 20 de diciembre y estas semanas han estado dedicadas a echar envites falsos y a pasar de ellos sin perder la compostura y sin dejar de mirar el reloj que marca el final de la partida. Mientras, hay que tener entretenida a la afición y, en este empeño, cada uno tiene su estilo. Rajoy, el tahúr más veterano, a su característico modo, se ha plantado desde el primer momento y ha oficiado de marmolillo sin agotarse en gestos inútiles. Bastante espectáculo da su peña todos los días para solaz de la grada, sin que ello le reste apoyos electorales. Sánchez ha querido hacer creer que la partida tenía recorrido porque le va en ello la permanencia futura en la mesa de juego. Rivera ha jugado de farol para ocultar sus intenciones y de paso para ocultar que carecía de cartas para llevarse ni una mano. E Iglesias, por último, después de repartir libros entre los jugadores, que es la versión higiénica de ofrecer tabaco, se ha sentado a la mesa sin poder ocultar la maldita gracia que le hacía el juego. Habrá, pues, otra partida y nuevo reparto de cartas a finales de junio. Lo que los jugadores quieren creer, y hacernos creer, es que la suerte mejorará para todos ellos, lo cual es imposible. Por lo que sabemos hasta ahora, que es poco e incierto, las urnas no arrojarán grandes cambios. Los bloques electorales repetirán, a grandes números, el voto a su sigla correspondiente. En parte, es una creencia dictada por la necesidad porque la campaña electoral no podrá ser ni muy intensa ni muy novedosa. Pero hay un par de imponderables en esta previsión. El primero, el hastío de los votantes y su consiguiente efecto en la abstención, de la que no sabemos ni su dimensión ni cómo se repartirá entre los concurrentes. No es imaginable que este periodo de aspavientos en una campana de vacío salga gratis total para quienes lo han protagonizado. No es imaginable que los repetidos candidatos resulten hoy para sus votantes más o igual de atractivos que lo fueron en diciembre. Por pequeños que sean los cambios en la correlación de fuerzas resultante, modificarán las expectativas de la formación de gobierno, nadie sabe en qué sentido. El único que tiene razones para sentirse tranquilo en este horizonte es, curiosamente, Rajoy, el que menos ha sudado en este trance porque, sencillamente, su situación no será peor en junio de lo que ya es ahora mismo. Y atención a las expectativas de los periféricos, mudos en estas semanas y sin razones para la satisfacción. Los partidos nacionalistas tradicionales no han dicho ni una palabra y los emergentes de la galaxia podemista han acrecentado su voluntad de autonomía respecto a la sigla común, así que significarán una voz nueva en el escenario que puede captar voto descontento. Por último, no habrá una tercera oportunidad y, en consecuencia, lo que salga en junio será definitivo.
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