Los viejos propendemos a aficiones extravagantes. La más tópica y repetida es creerse arquitecto municipal y emprender diarias excursiones a obras urbanas en marcha con el fin de aleccionar a los operarios y poner en su menguado lugar el ingenio y la competencia de concejales y urbanistas. Pero hay otras. El aprendizaje de idiomas inservibles, que van desde el islandés antiguo, que practicó Borges para leer las antiguas sagas de la tierra del hielo, hasta el convencional inglés, pasatiempo que permite dejarlo y retomarlo sin tregua y sin avanzar ni un paso en el entendimiento, no digamos el uso, de esta lengua. Por lo que a mí respecta, me tienta entender algo mejor la ciencia sobre la que me considero un ignorante absoluto, y merodeo por libritos de divulgación para remediar en lo posible el déficit. El resultado es, ya se entiende, análogo al de los estudiantes de inglés. Sin embargo, he hecho un descubrimiento que me apresuro a compartir con los seguidores de esta bitácora. Ha sido, por decirlo así, un descubrimiento derivado de la comprensión conceptual de numerosas y repetidas observaciones empíricas. En resumen, ahora sé qué es viajar por un universo de múltiples dimensiones, bueno, al menos, de cuatro dimensiones, pero por algo se empieza, toda vez que cualquiera, hasta yo mismo, nos movemos con desenvoltura en tres. La cuarta dimensión es el tiempo. Pues bien, desde hace meses vengo observando en mis repetidos y monótonos paseos por la ciudad en la que vivo que, mientras las tres dimensiones del espacio permanecen en reposo, la cuarta, el tiempo, registra una velocidad tan vertiginosa que el paseante puede decir que está en otro universo completamente distinto a aquel en el que empezó el paseo. Lo asombroso es que esta evidencia se produce sin que el espacio convencional de tres dimensiones deje de ser reconocible y razonablemente idéntico al del día anterior y éste al del anterior, etcétera, lo que quiere decir que el fenómeno solo puede ser percibido con cierta perspectiva. Hace unas semanas, por situar la fecha del descubrimiento, el sujeto del experimento tuvo que acudir a una dirección ubicada en el barrio de extrarradio donde había nacido y pasado su infancia. La dirección se señalaba en la misma calle que había recorrido cuatro veces cada día durante la edad escolar pero no conseguía encontrarla y tuvo que preguntar, como un turista, en un par de ocasiones hasta dar con el destino buscado, que resultó estar a poco más de cien metros de donde se levantó su casa natal y la de sus abuelos. La reurbanización del barrio –el tiempo, a la postre- había establecido una sima insondable entre el viejo que buscaba la dirección por un asunto banal y el espacio donde están depositados los recuerdos más intensos y perfumados, los más vivos también, de su existencia. Los establecimientos comerciales, los edificios del recorrido, el mobiliario urbano, no emitían ninguna señal reconocible; los transeúntes que atendieron sus preguntas eran desconocidos; los jóvenes que le recibieron en la dirección que buscaba ignoraban quién era. El cosmonauta que protagoniza 2001, Una odisea del espacio atraviesa mundos que solo son fugaces destellos de luz para llegar a un lugar misterioso y gélido ocupado por el indiferenciado embrión que fue. Aquel día, el viejo preguntó de nuevo a otro marciano por la parada del autobús y dejó en manos de la empresa municipal de transportes la tarea de devolverlo a casa.