“Esta ciudad alberga lugares que visité por primera vez en mis pesadillas. Incluso en sueños tengo la impresión de haber recorrido ya, hace años, esos pasillos flanqueados de puertas cerradas y acechados, al fondo, por una temblorosa penumbra”. Así comienza La bella cubana, la última, hermosa e intrigante  construcción novelesca de José María Conget. Estas primeras líneas, en las que se esboza un viaje y un destino, la aventura y su sombra, el deseo que precede a la realidad, los pliegues del tiempo, podrían servir también de introducción a toda su obra. La revista Turia dedica a Conget el cartapacio central de su último número, cuya presentación tuvo lugar el pasado miércoles en Zaragoza, ciudad natal del autor. El encuentro fue un conciliábulo de admiradores, que escuchamos las palabras de introducción al escritor y su obra, a cargo de José Carlos Mainer, y luego leímos, en mi caso, al menos, los breves ensayos que constituyen el homenaje de la revista. Esta superposición de capas de literatura secundaria, escritas con fervor y competencia profesional,  tuvo en mí un efecto contradictorio. De una parte, me alejaban del autor, que siempre me depara páginas penetrativas y emocionantes, y, de otra, me descubrían lo que ha pasado  inadvertido en mis lecturas, lo mucho que ignoro, lo que nunca llegaré a saber a ciencia cierta u olvidaré antes. El resultado es una desconcertante mezcla de familiaridad y extrañeza con la obra de mi amigo de la mili, como él mismo califica nuestra relación, del que vengo leyendo sus libros (y gozando de su amistad, debo añadir) desde el comienzo de su carrera. Por eso, para reencontrar el inconfundible sabor de  su prosa, he vuelto a La bella cubana, el libro que más a mano tengo por ser el último y el que -creo, la memoria es caprichosa- más me ha gustado de su obra después del descubrimiento que fueron los primeros títulos hoy agrupados en la Trilogía de Zabala. La bella cubana es una historia sobre la experiencia y la memoria, el deseo y la pérdida, no siempre de fácil seguimiento, pues describe un laberinto existencial, pero deslumbrante cuando la has recorrido hasta el final y te premia con su secreto. Conget es un autor intensamente literario, si esto no es un pleonasmo, dueño de una prosa muy jugosa y un formidable contador de historias, vertidas en una veintena de títulos de ficción y de ensayo (sobre poesía, cine, tebeos y canciones populares), cuyos temas se entrecruzan y siempre dan al lector motivos de agradecimiento, como bien resumen estas líneas que firma Mainer:  ¿Y si la literatura y el contar fueran formas de agradecer que vivimos, que alguien nos está leyendo, que alguien nos enseñó a narrar las cosas?  Conget ha tejido su literatura con notable discreción, ceñido a su oficio, que hasta hace poco ejercía a bolígrafo, y a la par que su carrera funcionarial como profesor de literatura en varios países y gestor cultural en el Instituto Cervantes en Nueva York y París, lo que quiere decir que sus lectores han de ir a buscarlo, y a fe que lo hacen, para terminar formando un club en el que el número de afiliados es menos importante que la lealtad y la recompensa que la lealtad recibe. Si el lector sobrevenido desea conocer al autor al que lee, deberá recurrir a la mediación de la fina semblanza que le dedica Maribel Cruzado, traductora y escritora, y su compañera de viaje, que identifica su aportación con el muy pertinente título de, José María Conget, un compañero de película.