El pasado viernes, la mayoría de izquierda del parlamento de la provincia donde vivo acordó arriar la bandera de la Unión Europea del balcón de la fachada como protesta por el acuerdo firmado con Turquía para la expulsión de los refugiados. Hoy no habrán sabido dónde colgar el crespón negro ni qué bandera ondear a media asta. Probablemente la habrán repuesto. Quita y pon, al albur de las circunstancias. En mi pueblo hay mucha afición por las banderas, como la hay a los cohetes en fiestas. De hecho, ambos, banderas y cohetes, suelen ir juntos y durante una época no muy lejana, los festejos populares acarreaban la consiguiente guerra de banderas, no siempre festiva. Un cierto aldeanismo político las convierte en un símbolo directo de sentimientos inmediatos y reduce en consecuencia su significación histórica, aparte de desconcertar a la parroquia y convertir estas señales, a menudo inertes, en organismos vivos y volubles. Las banderas oficiales no representan más que las instituciones a las que pertenecen las sociedades sobre las que ondean. No se deserta de la UE, ni aunque fuera deseable, por el mero gesto de arriar su bandera, y no hace falta estar continuamente orgulloso de lo que representa, como en las caricaturas de militares. La mayoría de izquierdas de mi pueblo podía haber hecho algo más eficiente y visible en relación con los refugiados: ofrecerse a acoger a un número proporcional de ellos, como hizo la Generalitat de Cataluña. La declaración hubiera mostrado de manera más clara, no solo el rechazo al vergonzoso acuerdo firmado con Turquía sino también el compromiso de poner en funcionamiento una medida alternativa más acorde con los principios que nos rigen como sociedad.  La Unión Europea es hoy una construcción gripada pero es la construcción más ambiciosa llevada a cabo por las naciones del continente para abrir un espacio duradero y estable de paz y de cooperación, por hueco que suenen estas palabras ahora mismo. Las víctimas de Bruselas son nuestras víctimas igual que los refugiados debían ser nuestros refugiados. Los jóvenes que militan en las filas de los partidos emergentes, y que son los tomaron el acuerdo de retirar la bandera de la UE, deben empezar a comprender que la política no se rige por el enfurruñado mecanismo que lleva a un adolescente a encerrarse en su cuarto con la play station cuando le disgusta una decisión de sus mayores.