Me conmueve la idea de que a esta hora el rey y la reina de España hacen lo mismo que yo: toquetear uno de estos chismes sobre el que estoy inclinado para escribir mensajes a nuestros compis. Los reyes y yo tenemos deberes –los de ellos, relacionados con la pompa del estado; los míos, los propios de un jubileta, es decir, escasos y livianos, como los de ellos- pero en nuestro tiempo libre somos iguales. Qué raro, estoy a punto de escribirlo otra vez para cerciorarme de lo que digo. Iguales. Esta democratización de las tics, como las llaman los entendidos, que nos convierte a todos en moscas idénticas en la red a manos de la inesperada araña, es más letal para la institución monárquica que todos los frustrantes discursos republicanos que oímos a diario en vano. En este juego de rol, algunos nacimos mosca, o algo más diminuto, y ahí seguimos, pero qué le ocurre a alguien que nace mosca y el boato del que nos hemos provisto para negarlo la convierte en abeja reina, que, sin embargo, en la red no puede ocultar que sigue siendo una mosca. No sé si el mensaje real de apoyo a un corrupto investigado o imputado es una mera opinión, amparada en el artículo 20 de la Constitución, o si puede estar incurso en algún delito penal de colaboración o apología del mal, a la manera en que parecen estarlo los tuits de aquel concejal madrileño al que la justicia aún no ha dejado en paz. El concejal se burlaba oblicuamente de víctimas históricas a las que debemos todo el respeto y la consorte se burla, oblicuamente también, de los desahuciados, engañados, desempleados y empobrecidos que han provocado los saqueadores de nuestras élites extractivas, de las que la plebeya de origen parece formar parte por adhesión. Cada grupo tiene su propia moral y el correspondiente código de valores atenido a conservar al grupo y sus funciones. Por ejemplo, entre la clerecía católica, la pederastia no es un delito y, otro ejemplo, en mi pueblo, innumerables vecinos han pensado durante muchos años que pegarle un tiro en la nuca a un paisano o poner una bomba en los bajos de un vehículo, tampoco lo era. En ambos casos, se encuentran conspicuos y autorizados defensores de estas acciones, que entienden y pregonan que la culpa del delito la tiene la víctima. Qué duda cabe que la rapiña de fondos públicos o simplemente ajenos no se considera un delito en los orondos círculos de la aristocracia financiera del país, de la que hemos confirmado por enésima vez que forma parte la familia real, que en su correspondencia califica a las víctimas de estos delitos y a quienes los denuncian y persiguen –autoridades del Estado-, sumaria y gráficamente como merde, así, en francés, que, como sabemos, es el idioma de la diplomacia. En la historia de la ideas políticas hay un clásico debate de origen medieval sobre los dos cuerpos del rey, el físico que siente, goza y padece como un ser humano y el espiritual que representa a la nación. El problema radica en que ambos cuerpos tienen apetencias distintas y van en sentido no siempre coincidente, lo que hace de la monarquía una institución inestable y arbitraria. Hoy lo podemos comprobar mientras estamos atrapados en la red.
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