Llegados a cierta edad, no es fácil saber si eres un organismo vivo o una reliquia fósil más o menos venerada. Las señales que llegan del ecosistema son equívocas. Los otros te sonríen, te ceden el asiento, incluso a veces el micrófono, y puedes verles asentir a tus ocurrencias, incluso despiertas algunos aplausos de cortesía que el declive de tu aparato auditivo puede confundir con ovaciones. Ser abuelo es un estatus ambiguo, que produce perplejidad en el sujeto, si conserva un mínimo de lucidez, lo que tampoco se da por hecho. En este estado de incertidumbre sobre su propia condición existencial se encuentra Felipe González. El otro día respondió desdeñosamente al zarpazo de la cal viva de Iglesias con el argumento de que tenía 74 años para que la opinión de este jovenzuelo de coleta le importara. Exhibió ante las cámaras el testimonio de su edad con extrema y calculada coquetería, como si fuera un mérito propio y no un don de la naturaleza. Pero la duda íntima no cesa, y González necesita contrastar empíricamente que está vivo y lo viene haciendo ante auditorios cautivos en sucesivos actos públicos en los que es la estrella invitada y que son como los conciertos de gira de los Rolling Stones, repetitivos et pour les connaisseurs. Nadie quiere perdérselo por si es el último. Admiramos la brumosa verba de González en el escenario como admiramos la fibrosa agilidad de Mike Jagger ¡para la edad que tienen! González apenas tiene voz pero aún goza de un impresionante tinglado mediático que amplifica el eco de sus mínimas ocurrencias hasta los últimos rincones del auditorio. Ahora ha vuelto a la carga: “No tengo preferencia sobre el PP y Podemos”, ha dicho. Literalmente, significa que González no tiene ni puta idea de lo que debe hacer su partido. Pero la afirmación responde a su característico modo de argumentación, que podríamos llamar oriental, por aquello del yin y el yang. Recuérdese el refrán del gato negro/gato blanco que trajo de su viaje a China, como si se hubiera entrevistado con el mismísimo Confucio y que -nadie lo ha investigado aún- bien pudo suponer el principio del fin del pesoe. Pero hay algo más. En su despectivo dilema entre el pepé y podemos se contiene la biografía política de González, construida contra el primero, si bien no necesariamente contra la derecha, y que ahora se ve cuestionada por la agresiva presencia del segundo en el escenario. Si estuviéramos en el teatro, la ocurrencia felipesca podría interpretarse como el lamento trágico del viejo rey que contempla en una fulgurante visión las victorias del pasado y las traiciones del porvenir. En el teatro, el rey suele desaparecer después de esta escena pero no hay cuidado de que nos vaya a caer esa breva.
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