El renacido, el artefacto de los oscarizados Iñárritu y Di Caprio que está ahora en cartelera, ha resultado una excelente película para una despedida. Tiene tramperos empecinados e indios altivos, vastas praderas y rebaños de bisontes, ríos torrenciales y altos bosques nebulosos, cabalgadas, un fuerte de troncos, muchos tiros y un poco de sexo, buenos y malos, y hasta un oso grizzly muy apañado que hace un cameo impresionante. En fin, ahí estaban a toda pastilla y con una puesta en escena pompática, todas las radiantes sombras que nos acompañaron en nuestra infancia oscura. Mientras discurría la peli, la maleada memoria me hacía asistir a un homenaje a Cecil B. de Mille, Sydney Pollack, Richard Serafian y a otros muchos de los que no puedo acordarme y que no buscaré en Google. La impaciencia que da la mucha edad y lo vacuo de la historia que cuentan Iñárritu y Di Caprio (que ha ganado el óscar por recorrer las Montañas Rocosas a gatas) me llevó a consultar el reloj varias veces durante la proyección y a pensar en cuál será la última película que vea; en qué momento se encenderán las luces de la sala y se apagarán las de mis párpados. Lo que ignoraba es que asistía a una sesión funeral. The last picture show. Al día siguiente, la empresa exhibidora cerró el cine para dedicar el local a fines más lucrativos. Si nos descuidamos, lo cierran con nosotros dentro y, en cierto modo, hubiera encontrado natural terminar en el contenedor de escombros con las butacas, los restos de moqueta y los envases de cartón de las palomitas, pues no creo que queden ya rollos de celuloide. Para mi generación, la sala ahora cerrada era la historia del cine y, en buena parte, mi propia historia como cinéfilo, desde los remotos tiempos en que era un teatro de estucos dorados llamado Olimpia, que más tarde, cuando la crisis de la televisión en los sesenta, fue remozado con el cinerama y el todd-ao y una suntuosa cortina azul noche que se abría sobre una pantalla blanca e infinita con la solemnidad propia del nuevo nombre del cine, Carlos III, el rey más cultivado de nuestra historia doméstica, hasta convertirse en los noventa en un complejo de mini-salas con despacho de palomitas, si bien conservaba una taquillera de pelo blanco, fina de rasgos y eficiente en su oficio, que parecía una reliquia tras la urna de cristal reforzado de la taquilla. Todo eso se despeña ahora en el olvido. Es el último cine que quedaba en el casco urbano de la ciudad. Ahora, los espectadores tendrán que ir (ya lo hacen los más jóvenes) a los centros comerciales del extrarradio donde las localices son más holgadas y las tiendas de chuches del vestíbulo están mejor surtidas. ¿Y para qué cuenta todos esos tópicos, buen hombre? Por prescripción facultativa. Es un ejercicio de contar con los dedos los recuerdos que soy capaz de hilar de una vida anterior, como un niño que aprende a vivir. Un intento de renacimiento. ¡Pero a usted no le ha atropellado un oso grizzly! No sabría decirle.
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