Mientras nuestros partidos domésticos escenifican una pelea de ciegos en el patio de Monipodio, el proyecto de la Unión Europea, evidentemente gripado, amenaza quiebra. Es posible que este desconcierto de palos al aire sea la contribución celtibérica al declive europeo. Cada uno hace lo que puede, y los nuestros apuestan por la enésima reedición del reñidero español. La UE es una parte constitutiva del patriotismo de nuestra generación, que se siente cómoda siendo española porque es europea. Debemos decirlo ahora, que el paisaje se puebla de patriotas achaparrados, golfos y oportunistas, o, para decirlo con el manoseado término de moda especialmente apropiado al caso: de populistas. En algún momento de hace diez años, se abrió una grieta en la Unión que dividió a los socios en un nuevo rol de acreedores y deudores, y, mientras los agentes de la crisis –los llamados mercados- medraban en poder real y en hegemonía de los medios que dominan la opinión pública, la parálisis y la corrupción se apoderaban de las instituciones europeas, de las que se ausenta la democracia sin que nadie la eche en falta. Esta deriva con apariencia de suceso natural ha permitido la trepa a los sitiales más representativos del tinglado a personajes, como el polaco Donald Trusk, un nacionalista xenófobo al frente del consejo, o el luxemburgués Jean-Claude Juncker, veterano muñidor de paraísos fiscales al frente de la comisión, para no hablar más que de los muy notorios, cada uno de los cuales ha llevado a su cargo las mañas, rutinas y prejuicios con los que han hecho carrera política en su respectivo país, al que espera volver en loor de multitud cuando concluya su episódica misión en Bruselas. La UE como proyecto provisional de los estados miembros, válida solo mientras sirva a los intereses de sus élites y mantenga apaciguadas a sus poblaciones, y al frente de la gobernación, una tropa de veintiocho jerifaltes nacionales, cautelosos, ensimismados, atribulados por la inseguridad y el miedo que ellos mismos provocan en sus electorados, dirigida por Merkel y al que asiste como dominguillo nuestro Rajoy, que van de una capital a otra y de un acuerdo a otro, chequera en mano, para taponar las vías de agua que amenazan a este titanic varado. La última, los refugiados. Un problema demográficamente menor pero, al parecer, políticamente inmanejable. El efecto de una guerra horrenda, si esto no es un pleonasmo, que tiene lugar en la misma frontera de Europa y sobre la cual nadie parece saber qué hacer. ¿Alguien sabe de qué se ocupa Federica Mogherini, representante europea para asuntos exteriores? Los refugiados se nos muestran como un gasto neto y un factor de perturbación de unas poblaciones que durante el siglo pasado dieron muestras sobradas de maleabilidad ante la propaganda xenófoba. La solución, construir una perrera y subcontratar la gestión a un país tercero que tenga algo que ganar con la proximidad al paraíso europeo. Y ahí está Turquía para la tarea. Los términos del arreglo: más pasta, que terminará en las redes clientelares turcas y no en los refugiados; exención de visados a los ciudadanos turcos, que sustituirán a los refugiados como mano de obra barata y dócil, y la promesa de avanzar en la adhesión de un país que está eliminando paso a paso sus estructuras laicistas y derivando hacia una autocracia islamista. Estupendo. Turquía y Gran Bretaña, dos países que tironean de la Unión, uno para entrar y el otro para salir pero, en el fondo, los dos para quedarse mientras haya algo que rascar de la melée.
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