Cuando, hace ocho años, se hizo evidente que la crisis económica había metido la mano en nuestros bolsillos y nos había desplumado, a unos más que a otros, una oleada de pánico sacudió, transversalmente, como se dice ahora, a la sociedad y hasta un capitoste de la patronal española llegó a predicar en una entrevista la conveniencia de suspender cautelarme el mercado como sistema de asignación de recursos. Lo que no sabíamos entonces era que la crisis había acabado con cualquier autoridad que pudiera suspender o ni siquiera regular a los mercados y que los gobiernos estaban al servicio de sus operadores, y no al revés. La crisis dejó de ser una catástrofe para convertirse en una oportunidad, como enseñan en las escuelas de negocios, que abrió vías inesperadas para el beneficio y la reasignación de rentas a favor de los más ricos. No solo los gestores que habían provocado el marasmo se fueron a sus casas con suculentas jubilaciones sino que sus herederos en el cargo siguieron al frente de las instituciones rescatadas con dinero público (la única concesión al socialismo que nos permitimos) ganando dinero a manos llenas. Fue un caso deslumbrante de destrucción creativa. Los bancos ganan cada año más dinero; las corporaciones multinacionales dictan sus condiciones a la baja a gobiernos y sindicatos; los paraísos fiscales engordan como piojos; la oferta se concentra en saquear a los consumidores sin dejar de explotar a los trabajadores, y la economía sumergida se ha convertido en el ganapán de un tercio de la población, por decir lo menos, desde el narcotráfico a las camisetas de Zara. El capitalismo se nos ha ido de las manos, dirían los abuelos que crearon el estado del bienestar, sales a la calle y te extraña que aún funcionen los autobuses urbanos. En este periodo de zozobras, han proliferado economistas y politólogos críticos con la realidad vigente y con el sistema que la gestiona: que si hay más desigualdad que nunca, que si la política monetaria es regresiva, que la revolución tecnológica liquida el empleo sin crear nuevo, que si el dumping fiscal es insostenible, y por ahí seguido, cada autor aporta sus percepciones y sus soluciones. La mayoría son asombrosamente razonables pero, por alguna causa, impracticables. Es como si la inteligencia y el sentido de la supervivencia discurrieran por caminos divergentes. Una prueba empírica de esta impotencia para el cambio la tendremos esta tarde en el congreso de los diputados. ¿Cuántos pactos ha tenido que alcanzar Sánchez con la realidad para optar a un cargo que ni siquiera logrará y para enunciar unas reformas que no podrá llevar a cabo? La globalización es como el ataque de los marcianos, va a por todas y sus objetivos incluyen cargarse el congreso de los diputados, por disfuncional.
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