Nuevo episodio de pederastia en un colegio religioso, esta vez en los maristas de Barcelona. Lo raro, en realidad, es que no emerjan más casos en un país donde el dominio de las órdenes religiosas sobre la infancia y la juventud fue, en un tiempo no muy lejano, absoluto. Leo en la noticia que las víctimas de Barcelona no podían hablar con nadie de lo que les estaba pasando porque “la gente cree que atacas la fe” ¡en 2016!, y he recordado la confidencia de un conocido, sesentón como quien esto escribe, que, cuando hace medio siglo contó a su padre, juez, que era objeto de tocamientos en el colegio, este por poco le mata. En este asunto se habla con frecuencia de la complicidad y la lenidad con que la jerarquía eclesiástica actúa en los casos de pederastia pero se habla menos, o no se habla en absoluto, de la alienante sumisión de la sociedad y de sus representantes electos. La dictadura nacional-católica dejó en manos de la iglesia, como autoridad incontestable, no solo la educación sino la policía de costumbres, lo que situaba a la sociedad entera bajo la férula clerical. La iglesia actuaba en nombre de valores universales que incluían el perdón, la compasión y la fraternidad y, en consecuencia, obtenía de una sociedad vapuleada y empobrecida una legitimidad que nunca tuvo el aparato del estado. Un policía o un juez te castigaban, pero un cura o una monja te amaban, a cambio de que tú les entregases esa cosa que llamamos la fe. ¿Hasta dónde y cómo te amaban? No era necesario ser franquista, obligación que quedaba para los jerarcas de camisa azul y guerrera blanca, crecientemente ridículos, pero era imprescindible ser católico, y tanto más si eras joven. Ninguna forma de socialización era posible sin que estuviera pastoreada por un clérigo. Esto era tanto más evidente en pueblos como el mío en el que la sublevación contra la república se crió en sacristías y conventos. A nuestros abuelos sublevados no les mandaba un general, les mandaba dios. La infancia de mi generación discurrió en un caldo ideológico en el que era compatible el rechazo al franquismo con la adhesión a la iglesia, la cual ha dejado una huella imborrable en algunos compañeros, que aún someten al nihil obstat del obispo los estatutos de sus asociaciones de antiguos boy scouts o celebran actos rememorativos de la edad de la adolescencia en los que no falta nunca la misa correspondiente oficiada por el mismo cura, ahora un anciano decrépito, que nos moldeó a palos o a caricias, según los casos. La arquitectura de los colegios de la época es una mezcla de catedral y cárcel: pináculos y cúpulas hacia el cielo y altos muros y ventanas enrejadas hacia la tierra. Así es, por ejemplo, el colegio de los maristas de mi pueblo, hoy abandonado porque la orden se ha trasladado a un barrio nuevo donde la tasa de natalidad es más prometedora. Uno de los tópicos callejeros de mi ciudad consiste en especular sobre el destino futuro de este edificio, ¿un hotel?, ¿un palacio de congresos?, pero quizás no haya más salida que derruirlo por disfuncional, y no solo por eso. Hay herencias que es mejor arrojarlas a la hoguera, cuanto antes.