El tiempo es la historia del espacio, y el espacio, la topografía del tiempo. Suena bien pero no sé si significa algo y, en consecuencia, no sé si sirve para algo. Sí sé que es la ocurrencia que me ha inspirado todo lo que llevo leído durante la mañana sobre las ondas gravitacionales, que al parecer, permiten conocer «cómo se comportan el espacio y el tiempo cuando están oscilando de forma salvaje igual que en una tempestad en el océano»,  en palabras de su descubridor. Estas ondas fueron el último descubrimiento -dubitativo, pues tuvo que corregir su primera conclusión- de Albert Einstein. Estamos en un terreno en el que el lenguaje, nuestro principal atavío y más desarrollada herramienta, el que utilizamos para declarar el amor y la guerra, establecer contratos y urdir novelas, se convierte en un inútil peloteo de metáforas. El lenguaje nos envuelve y nos ata. La paradoja radica en que el conocimiento humano, el único posible y útil, avanza por regiones exteriores al lenguaje, apoyado en una especie de esperanto jeroglífico que son las fórmulas matemáticas, signos que solo se refieren a sí mismos. Cuando los científicos se ven obligados a ser didácticos sobre sus descubrimientos, los explican con metáforas sencillas y maravillosas, propias de la mejor poesía, que nos dejan en tinieblas apenas concluye la disertación. Insistir en el lenguaje metafórico para describir el ámbito de lo científico nos devuelve al pensamiento mágico, en los antípodas de lo que la ciencia es. Pertenezco a una generación –la española de la segunda mitad del siglo pasado- lastrada por las letras, en gran medida porque el régimen que nos gobernaba era enemigo del conocimiento y había dejado el monopolio de la educación a cargo de la fe y en manos de sus gestores, los clérigos, algo parecido a lo que ocurre, creo, en los países islámicos, y que explica el atraso de estos en el concierto de las culturas. A las gentes de mi generación se dirigió la famosa conferencia de C.P. Snow (1959), físico de formación y novelista de éxito, sobre el abismo que separa la cultura literaria de la científica. Snow apostaba por la segunda, lo que ocasionó que fuera vapuleado por el establecimiento académico de las letras. Sin embargo, esta fisura persiste. Algunos científicos tienen una buena formación literaria, y quizás, aunque de eso estoy menos seguro, algunas gentes de letras pueden entender a grandes rasgos los avances de la física, pero los campos semánticos de ambos permanecen irreconciliables. La revancha de los letraheridos es que ningún avance científico del siglo XVII conserva la vigencia que tiene El Quijote. Abro el libro por cualquier capítulo y me sumerjo en un placentero consuelo que nunca recibiré de las ondas gravitacionales producidas por la fusión de dos agujeros negros, aunque quién sabe qué efectos tienen esas ondas.  De momento, se han sumado a la tabarra de los móviles, lo que indica que quieren hacerse las simpáticas.

P.S. La imagen que acompaña a esta entrada es el retrato de Albert Einstein realizado por el acelerador lineal del centro de radioterapia del Complejo Hospitalario de Navarra.