Los notarios y registradores de la propiedad mienten de acuerdo con el procedimiento. Su quehacer es dar fe de lo que les cuentan sus clientes y bruñirlo con una formalidad impecable, no importa el barro del que esté hecho el cuento. El notario es un novelista imperceptible, que después de hacerte firmar todos los papeles que legalizan el estado de las cosas, te dirige una mirada en la que puede leerse: si tú supieras lo que de verdad pasa aquí. Maquiavelo era notario. En Mariano Rajoy se da la circunstancia de un registrador que es cliente de sí mismo, escindido entre su indestructible voluntad de poder y su apariencia de funcionario público que se manifiesta con una sosa prosa, elusiva y obvia, no exenta de un característico desprecio elitista hacia los destinatarios del mensaje. He aquí un desafío periodístico de primera: ¿qué pasa por la cabeza de Rajoy, sentado como el escriba sentado sobre un volcán de corrupción, ineficacia y malestar social y político? El otro día supimos de cierta tensión entre el presidente del gobierno y el jefe del estado a cuenta del procedimiento para dotar al país de un gobierno electo. El intento del primero de envolver en su quietismo mineral al segundo resultó fallido, entre otras razones, porque la designación de un candidato para la investidura es la única circunstancia institucional en la que el rey está legalmente obligado a actuar y no puede no hacer nada. La estrategia del registrador de la propiedad era dejar pasar el tiempo -¿cuánto?-, ya que ni él ni ningún otro candidato tienen a priori apoyos suficientes para encarar la investidura con probabilidad de éxito, y esperar al momento en que el hartazgo -¿cómo llamarlo?- de todos obligara a convocar nuevas elecciones, a las que políticos y votantes –excepto él mismo- llegarían perplejos y azacaneados, y su oponente principal, el pesoe, como lavado en lejía. El verbo enervar tiene en castellano un doble significado contradictorio, según quien lo emplee. Para el poderoso significa, aplacar, debilitar y quitar las fuerzas; para la víctima, crispar los nervios. En el diccionario de la RAE, la acepción principal es la primera, pero la más frecuentada en el habla popular es la segunda. Así que llegaríamos todos a las nuevas elecciones enervados, el ánimo idóneo que precede a un golpe de estado donde todos tienen la culpa –el pueblo, el sistema, la oposición, los tal o los cual- menos el golpista. Después del golpe, se hace un silencio generalizado y reina la quietud, lo que cuadra al carácter y a la querencia del registrador de la propiedad. ¿Se puede suspender el funcionamiento de la democracia por la vía de la inacción absoluta? Los indicios parecen confirmarlo. Quizás la nueva generación de políticos que va a tomar el mando deba para siempre al rey haberla librado de este golpe zen, de igual modo que la generación precedente tuvo que agradecerle a su padre que frenara otro golpe más cruento. Sería una historia como la que se cuenta en El hombre que mató a Liberty Valance, un poco exagerada, un poco falsa, pero funcional.