Es sabido, desde Aristóteles, que el teatro tiene una función catártica en la que el público se purifica del miedo a la realidad mediante la contemplación de lo que se relata en el escenario. El teatro representaba al poder y a sus adversarios, las razones morales de unos y de otros, y los conflictos que amenazaban a la ciudad. El héroe trágico era la víctima propiciatoria de los males del común. Vivimos tiempos de incertidumbres y temores, de pugna entre lo viejo y lo nuevo, pero nadie diría que el teatro conserva la función catártica que tuvo en la Grecia clásica, cuando constituía el ritual central de la socialización de la comunidad y de sus valores. En nuestro mundo disperso y multimediático, la catarsis es una experiencia desconocida y, en el mejor de los casos, privada. Hace unos días, un popularísimo entertainer de la radio afirmó que, cuando ve a la gente del tercer partido del país, “si llevo una pistola, disparo”, y nadie sufrió una catarsis, no ya sus oyentes ni sus patrocinadores, tampoco el fiscal o los jueces. Pelillos a la mar. No, nadie daría un euro por la catarsis en este tiempo confuso hasta que, caramba, han aparecido un par de titiriteros con su tingladillo y su murga. Un guión con mala sombra, una función mal programada, un cartelito equívoco e irritante, unos muñecos de palitroque y felpa, y un público infantil que deglute a diario toda clase de contenidos contradictorios a través de todos los dispositivos de información a su alcance pero que ese preciso instante representaba la inocencia en estado químicamente puro, han provocado una catarsis universal. Desde que hemos sabido la noticia, todos nos sentimos mejores, como los atenienses cuando asistían al aciago destino de Edipo. El juez ha mandado a prisión sin fianza a los titiriteros; los políticos, que aún nos deben un gobierno decente, han aprovechado la ocasión para rasgarse las vestiduras y pedir responsabilidades a voleo, los comentaristas han encontrado madera para atizar la chimenea, y nuestro beatífico ministro del Interior ha tenido ocasión de mostrarse compungido porque los títeres han rebasado “todos las líneas rojas”, lo que sin duda es un mérito de los titiriteros porque el país está preso en una maraña de líneas rojas tendidas por unos y por otros. El de titiritero es un oficio arcaico y quienes se dedican a él deben saber que en la mentalidad medieval que nos ocupa son los primeros responsables de los males del pueblo, tanto si falta una gallina del corral como si Manuela Carmena ha ganado la alcaldía al pepé: la culpa, los titiriteros, y cuando los han trincado y proceden a sentarlos en la hoguera, advierten que no tienen muchos amigos. Apología del terrorismo es el grave y ostentoso delito que se les imputa, en un país en que la autoría del mayor atentado terrorista de su historia fue negada por el propio gobierno, que, cuando no puede doblegar la realidad, lo intenta con los comediantes. Ya ocurrió hace muchos, muchos años, con Albert Boadella, que, por cierto, ha terminado de comediante de cabecera de Esperanza Aguirre, lo que indica que hasta los cómicos de la legua pueden redimirse de sus yerros.