Leo que ha fallecido el profesor Muñoz-Alonso, como le llamábamos entonces, uno de esos inmortales que ha calentado el terciopelo de la poltrona desde antes de que supiéramos que íbamos a ser demócratas, prueba viviente de que, si no fuera por las exigencias de la biología, en este ecosistema aún gobernaría Recaredo. En la década de los setenta del pasado siglo, la facultad de periodismo de la Universidad Complutense era un carajal. El profesorado se dividía en dos bloques: los interinos (los famosos penenes ¿pero alguien se acuerda de aquello?), soportaban la mayor carga docente y luchaban por conseguir la fijeza en el puesto, y los catedráticos y adjuntos estaban entregados a una febril actividad extraacadémica para no perder comba en el futuro político que estaba a las puertas. Los estudiantes participábamos en este guirigay con nuestra propia agenda, como se dice ahora con una expresión tan ininteligible como lo era entonces. Por mi parte, estaba en el último año de carrera, casado, con un hijo, trabajaba por las mañanas (entonces había empleo), e iba, poco, a la facultad por las tardes, y necesitaba conseguir el título cuanto antes, así que me puse a trabajar en la tesina de licenciatura. Necesitaba un director de tesina y un penene amigo me sugirió que eligiese alguno que tuviera mano, esa fue la expresión, así que me dirigió al catedrático Ángel Benito, un académico que empezó su carrera en la universidad del opus dei de mi pueblo y que, cuando lo traté, poco, citaba el Libro Verde del coronel Gadafi como autoridad en uno de los tediosos y prescindibles trataditos de teoría de la comunicación que perpetraban los académicos de la época. La razón: el dictador libio financiaba entonces al partido andalucista en el que mi catedrático estaba enrolado. Después de la primera entrevista, en la que le entregué el proyecto de tesina, al que no puso objeciones, el profesor Benito obvió a este esforzado estudiante durante un año entero, y, cuando volví a hablar con él -ya había acabado la carrera y la tesina-, fue para oírle decir que el trabajo no valía nada. En el estado de ánimo que pueden imaginarse, busqué un nuevo director, es decir, algún preboste que avalara la tesina ante el tribunal de licenciatura. Alguna indicación me llevó a otra autoridad académica del momento, Alejandro Muñoz Alonso, entonces atareado en la conservación del franquismo residual en las nacientes instituciones democráticas, el artefacto que se llamó alianza popular, antecedente de nuestro bienamado pepé. El cátedro me recibió, dirigió una mirada desdeñosa a la copia de la tesina (un volumen bastante aparatoso de 340 páginas, acabo de comprobarlo) y sin leer ni el título me pidió que se la dejara. La entrevista había durado no más de un minuto y medio y fue la última. En mis sucesivos intentos por contactar con el maestro, no pude pasar la cancela de su secretaria. Más gestiones para sacar adelante el proyecto con ayuda de algún profesor dieron fruto por último y, no sé cómo, la dichosa tesina terminó dirigida por Ángel Benito, que por supuesto no la había leído. El tribunal otorgó al trabajo la máxima nota, yo recogí el título y salí pitando. Pero Muñoz-Alonso se ha ido a la tumba sin devolverme la copia mecanoscrita y primorosamente encuadernada que le dejé para leer. Comprenderán que, con estos antecedentes en la memoria, no me haya sumado al coro de falsos escandalizados por las aventuras académico-políticas de los profesores Errejón y Monedero.
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