El dicho que encabeza este comentario se debe a doña Benita, dama que se expresaba en maravilloso castellano cervantino y que como Sancho Panza podía urdir un discurso ensartando refranes como perlas en un hilo. Hoy, el aforismo es ininteligible porque nadie necesita saber que bonete es un gorrito de cuatro puntas que formaba parte de la indumentaria de los clérigos y zoquete es sinónimo de mendrugo de pan. El refrán, ocurrido en una situación de perenne hambre popular, denunciaba el privilegio alimenticio de la clerecía. La traducción al habla aplanada y sumaria que usamos ahora sería: vivir como un cura. Pues bien, parece que ni en esta versión ni en la cervantina el aforismo responde a la realidad.
Cuentan la vaticanólogos de estos días que una de las cuestiones mayores que moverán el voto cardenalicio en el inminente cónclave es el estado deficitario de las cuentas vaticanas. La pobreza eclesial, lejos de ser una premisa evangélica es un problema empresarial y entre otras habilidades sobrenaturales que se esperan en el papa electo está la de taumaturgo de las finanzas. El difunto Francisco ya se enfrentó al problema: redujo los salarios de los cardenales y ordenó una auditoria de los fondos de la iglesia, que acabó en la destitución del cardenal Becciu, encargado del óbolo de san pedro, el monto de las limosnas que los católicos aportan para el sostenimiento de la iglesia y cuyo destinatario es el papa y que el tal purpurado había empleado en la compra de un edificio esplendoroso en el barrio londinense de Chelsea, cuando Londres era el imán de las finanzas europeas y en el tráfico inmobiliario se cruzaban cardenales romanos y oligarcas rusos, entre otra fauna de ricachos. El cardenal Becciu se ha convertido en el primer problema de orden interno en los preámbulos del cónclave, si bien ya ha sido resuelto a la vaticana.
Pero, anécdotas inmobiliarias aparte, la gravedad del asunto radica en que este óbolo de los fieles ha caído un 40%. Es decir, los católicos creen que las prestaciones que reciben de su iglesia no valen el desembolso personal que hacían antes. Para un católico español no es sorprendente porque nunca creyó que la presencia omnímoda de la iglesia en la vida social se sostuviera con las ochenas que caen en el cepillo de la misa. La iglesia nunca ha renunciado al apoyo del estado, el cual se manifiesta, entre otros gajes y prebendas, en las inmatriculaciones de bienes raíces, que suponen una notable acumulación de capital sin coste, o en la permanencia de la casilla dedicada al óbolo en la declaración de la renta. Este último mecanismo, como indicador de una tendencia social, resulta muy significativo: el número de contribuyentes que señalan la casilla de la iglesia para su aportación benéfica desciende de continuo (31% en los últimos datos conocidos) pero la recaudación bruta aumenta hasta un récord de 320 millones en la última estimación, lo que quiere decir que los más ricos esperan que la iglesia reconozca su presencia como tales ricos y defienda sus intereses.
Es seguro que esos 320 millones no son suficientes para encarar todos los gastos de una institución que requiere de magnificencia en sus manifestaciones para ser reconocida y respetada. Pero, ¿cómo acrecentar la caja? El mandato neoliberal que obliga a pagar por los bienes y servicios adquiridos no es pertinente porque ya se ha ensayó en el siglo XVI con la venta de bulas de indulgencias para eludir el castigo divino por los pecados y, como resultado, acaeció el cisma luterano. En este episodio histórico hay una paradoja. Las bulas fueron una especie de participaciones preferentes en el negocio de la salvación del alma e igual de fraudulentas, por lo que deben entenderse como un intento precoz de práctica capitalista; pero su rechazo ocasionó de rebote el protestantismo al que se atribuye la ética capitalista por excelencia (Max Weber dixit).
Así que el consejo de administración de la multinacional más grande del mundo con sede en Roma debe encontrar la fórmula económica para asegurar la viabilidad del negocio, sus pompas y sus obras. Esta tribulación cardenalicia recuerda a una imagen captada por este turista años atrás: un mendicante espontáneo con una hucha y un cartelito pedía limosna para las necesidades de la iglesia en el pórtico mismo de la basílica de San Pedro. La verdad es que daba un poco de risa.