“Un periodista cree que es un jugador pero es solo una carta”. Espigo esta reflexión de las memorias de Ilyá Ehrenburg, un librote de dos mil páginas en el que lo más interesante, como dice mi amigo Quirón, es lo que el autor elude unas veces y oculta otras. Ehrenburg no fue solo uno de los periodistas más influyentes del siglo XX sino un cultivado cosmopolita, un comunista convencido y un leal agente al servicio del régimen soviético y de su país. Lo asombroso de su biografía es que sorteó, sin perder ni siquiera el empleo, las sucesivas purgas con las que Stalin destruyó a las elites soviéticas y en las que perecieron numerosos amigos suyos –Meyerhold, Bábel, Antonov Ovsyenko, Koltszov, para mencionar solo algunos nombres que pueden sonar al lector español-, a los que dedica elogiosas y sentidas páginas sobre su carácter y obra pero de los que nada dice de su destino ni del impacto que sin duda debió tener en él su abrupta e injusta desaparición. Lo que hoy es el asunto central en la indagación histórica sobre el comunismo soviético resulta escamoteado en las páginas memorialísticas de quien sin duda fue uno de los testigos mejor situados de la época. Ehrenburg cerró los ojos para seguir viviendo y los conserva cerrados después de muerto. Toda autobiografía es una máscara; la última y definitiva en la voluntad del autor, que extiende así un alegato de defensa ante ulteriores inquisiciones de la historia. Ehrenburg se recrea a sí mismo como sin duda quiso ser y de alguna manera fue: rebelde, inquieto, viajero, progresista, y para probarlo deja tras de sí el testimonio de una mareante nómina de personajes, circunstancias, situaciones y hechos, agavillados en una especie de enciclopedia de la historia europea del pasado siglo redactada en estilo periodístico: verbos de acción, pinceladas de detalle, numerosas localizaciones, personajes conocidos, humo a la postre. En su agitada existencia, Ehrenburg probablemente creyó que buscaba o hacía algo, pero lo que leemos sus lectores póstumos es que huía de algo. No aconsejo a nadie que se sumerja en el manglar de estas memorias pero sí debo reconocer que constituyen una cura de humildad para los que hemos ejercido la volandera profesión de periodista. La reflexión que encabeza este comentario, en la que descubre que su trabajo es una baza política en manos de la empresa que lo emplea, la hizo cuando el Kremlin vetó la publicación de sus artículos en el diario Izvestia a raíz del pacto nazi-soviético porque la posición antinazi de Ehrenburg era muy conocida desde la guerra de España. Pero, en aquella ocasión, no perdió el empleo, ni el salario, simplemente le dieron unas vacaciones pagadas. De manera que su lamento es solo el del ego herido. “¡Es sorprendente el efecto que causa la primera ofensa! Luego uno se acostumbra a ella. El hombre se acostumbra a todo: a la miseria, la cárcel, la guerra. Pero la primera vez, incluso una humillación insignificante parece increíble”, así reflexiona el joven Ehrenburg en otra página de sus memorias ante las primeras censuras a sus artículos de prensa. Hipócrita Ilyá Grigorievich, mi semejante, mi hermano.
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