Fue tal día como ayer, 27 de enero, hace 71 años, cuando el ejército soviético liberó Auschwitz, aunque quizás no pueda decirse que fuera una liberación cuanto el descubrimiento de la más horrorosa máquina de muerte que ha inventado la humanidad. Ni las víctimas supervivientes, que conservaron toda su vida el recordatorio tatuado en el brazo, ni quienes se han acercado en alguna ocasión a conocer qué fue el Holocausto han podido liberarse de Auschwitz. Cuando llegaron las avanzadillas soviéticas, los alemanes ya habían abandonado el campo y llevado consigo a todos los prisioneros que podían tenerse en pie hacia campos del interior de Austria y Alemania en una espeluznante muestra de la tenacidad asesina de aquel régimen. Los que quedaban eran los desahuciados de la enfermería, en el último peldaño de la debilidad y la abyección. Primo Levi lo cuenta así, “26 de enero. Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros (…) Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan.” ¿Quién puede liberarse de esa experiencia? Primo Levi, desde luego, no lo consiguió. El 27 de enero de 1945, Levi fue testigo directo de la aparición de las avanzadillas rusas. Hacia el medio día, él y otro compañero, Charles, llevaban el cadáver de un tercero, Sómogyi, a la fosa común donde no pudieron arrojarlo porque estaba llena y lo dejaron sobre la nieve. Entonces, entre la niebla, al otro lado de la alambrada, vieron a cuatro jinetes que los miraban. Los soldados rusos estaban petrificados, intercambiaron breves palabras entre sí, escribe Levi: “No nos saludaban, no sonreían, parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de soportar las selecciones y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo por la culpa cometida por otro, que le pesa porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla”. Si quieren entender algo de la humillación, la vergüenza, el mal, es decir, sobre la condición humana en el límite de su existencia física y moral, háganse un favor y lean a Primo Levi. Los campos de exterminio, lo que se conserva de ellos, son probablemente los únicos espacios verdaderamente sagrados que quedan en Europa. Una turbación hecha de espanto y de misterio asalta al visitante cuando recorre la escenografía del lugar, escueta, funcional y hostil: alambradas, barracas de ladrillo, caminos empedrados, vías muertas de ferrocarril, no dan tregua al ánimo, el cual no puede apoyarse en ningún detalle que sugiera la esperanza. El aire vacío está recorrido por preguntas sin respuesta y la única plegaria que puede hacerse es a las víctimas, que ni siquiera pueden ser representadas sino indiciariamente en los montones de zapatos y de gafas que les arrancaron antes de asesinarlas. Entretanto, el 71 aniversario de la liberación de Auschwitz, uno de los últimos al que podrán acudir supervivientes, ha pillado a las sociedades europeas entretenidas en recrear las condiciones que lo hicieron posible, aunque sea por aproximación. En Polonia, donde se ubicaron los campos de exterminio, gobierna un partido nacionalista y xenófobo; en Francia, se extiende una extrema derecha que comparte la cultura política del gobierno colaboracionista de Petáin; en Alemania, están dubitativos sobre lo que ha de hacerse con los refugiados; en Dinamarca han decidido confiscarles los bienes para que paguen sus gastos, etcétera. En España, que siempre ha sido marginal en la historia contemporánea de Europa, el aniversario sorprende a nuestra clase dirigente enfangada en las mismas actividades de hace 71 años. En 1945, era el estraperlo de la posguerra civil y en 2016 es la corrupción de la burbuja inmobiliaria.