Europa se prepara ya para un escenario de guerra, rezaba a cuatro columnas el titular de primera página de la edición dominical en papel del diario de referencia. En páginas interiores, una dilatada crónica nos ilustra sobre el actual estado bélico, que presenta más dudas que certezas. No se nos dice quién será el enemigo aunque intuitivamente podemos adivinar que es Putin, no los rusos, que son buena gente y aún serían mejores sin no se empeñaran en tener a Putin de jefe, y en consecuencia tampoco sabemos qué queremos ganar en la guerra o por qué causa habremos de derramar la sangre de nuestros hijos e hijas. Ítem más, no sabemos cuándo empezará la guerra, si en dos, tres o cuatro años, porque los expertos no se ponen de acuerdo en la fecha, ni dónde y por qué empezará ni dónde se situará el campo de batalla teniendo en cuenta que la hipotética línea del frente entre Helsinski y Estambul tiene tres mil quinientos kilómetros; para no mencionar otros aspectos funcionales de los que nadie tiene ni idea como quiénes serán los beligerantes, quién los aliados y los neutrales, quién tomará el mando militar de las operaciones y con qué autoridad jurídica y política, etcétera. De momento, para ir creando opinión, la misma crónica del diario de referencia titula: el Kremlin dispone de 6.000 cabezas nucleares para amenazar a occidente por su apoyo a Ucrania. Acojona ¿eh?
Esta fiebre prebélica, que notoriamente se adueñado de las élites europeas, ya ha provocado algunos incidentes chuscos, como la machada napoléonica de enviar tropas de la otan a Ucrania, que anunció monsieur Macron, o la desenfadada charleta de unos militares alemanes sobre el alcance de su misil Taurus, interceptada por el espionaje ruso. Y puede decirse que tiene dos causas inmediatas y reconocibles. La primera es el estancamiento de la guerra de Ucrania, que abona la certeza de que este país atacado e invadido por Rusia no ganará la guerra, al menos en los términos a que aspira su presidente Zelenski, e incluso puede que la pierda en territorio, sufrimiento humano y destrucción de sus ciudades y equipamientos materiales. Esta es la razón por la que las manifestaciones mejor peinadas del belicismo europeo, como el formulado por la ex ministra española doña Arancha González Laya, insisten en la necesidad de aumentar la producción de municiones, no para el propio aprovisionamiento, aunque también, sino para suministrarlas a Ucrania, lo que a su vez alimenta la terrorífica lógica de las 6.000 cabezas nucleares mencionadas en el párrafo anterior.
La segunda causa de este belicismo sobrevenido es la posibilidad cada vez más inquietante de que míster Trump gane las elecciones presidenciales y deje a Europa que se las apañe sola con sus demonios interiores, lo que sería una ironía histórica porque Estados Unidos ha tutelado la política europea durante sesenta años y las maquinaciones estadounidenses en la política interna de Ucrania fueron parte de los desencadenantes del conflicto actual. No diremos que fuera la causa determinante porque Putin tiene su propia agenda de restauración del imperio zarista y sería insultarle sugerir que necesita de estímulos exteriores para llevarlo a cabo manu militari, al estilo de Iván el Terrible: si no puedes convencer a alguien de la bondad de tu causa, córtale el cuello. Pero sí puede decirse que hubo oportunismo, mala fe o ceguera histórica, todo se mezcla, en Estados Unidos y en algunas potencias europeas cuando, a la caída del bloque soviético, extendieron el perímetro de la otan a los países recién emancipados de la férula de Moscú después de asegurar que no lo harían, una provocadora invitación que se extendió a Ucrania y Georgia. ¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta a esta pregunta determinará la respuesta que demos al inmediato futuro y a la inquietante militarización del continente.
Lo que hoy llamamos unioneuropea fue en inicio (1952) la fórmula diseñada por los países occidentales para evitar otra guerra interna. Para decirlo en resumen, Francia no quería ser invadida de nuevo y Alemania no quería ser derrotada otra vez; al proyecto se sumaron Italia, un país que tiene la virtud de entrar en las guerras en el lado equivocado y salir de ellas en el lado correcto, y los países septentrionales del llamado entonces Benelux, una llanura que era el campo de prácticas del belicismo europeo del siglo XX. Estas naciones estaban situadas en el corazón opulento del continente, el invento funcionó y consideraron conveniente para los intereses de todos ir ampliando el club escalonadamente al resto de las naciones del vecindario continental. Sobre esta colmena, cada vez más populosa y variada, de intereses comerciales y económicos sobrevolaba la alianza militar antisoviética, creada tres años antes (1949), que patroneaba Estados Unidos y que eximía a los países europeos de ocuparse de su propia defensa. Esta despreocupación por el gasto militar fue determinante en la bonanza económica y en la placidez democrática que disfrutaron sus sociedades hasta el punto de que sus élites llegaron a creerse que el baremo europeo era aplicable a todo el planeta.
Los últimos países, orientales, que ingresaron en el club, tan europeos como los que lo fundaron, traían sin embargo algunas marcas ligeramente diferentes. Se habían emancipado de un imperio brutal y necesitaban la protección de la otan para garantizarse la independencia recién conquistada y, por ende, venían curtidos por un correoso nacionalismo alimentado durante medio siglo, que les hace extraña la alambicada democracia liberal de sus consocios. Estos países (Polonia, Hungría) han introducido las primeras notas disonantes en el concierto europeo, amplificadas por la emersión de partidos populistas, nacionalistas y neofascistas en todos los países de la unión, que descreen de ella y de sus valores, y de manera más o menos ostentosa miran con simpatía a la Rusia de Putin. Lagarto, lagarto. ¿Es la preparación de una hipotética guerra el modo de mantener embridados a estos partidos para salvar el proyecto europeo? Ya veremos, si antes no nos caen encima las famosas 6.000 bombas putinescas. En todo caso, a los gobiernos europeos les va a costar lo suyo convencer a la opinión pública del retorno al servicio militar obligatorio, la ley marcial y las tarjetas de racionamiento. La guerra moderna requiere una potente industria militar y un firme desprecio por la vida humana; por la del adversario desde luego, pero también por la propia. Rusia y Estados Unidos disponen de estas reservas, pero ¿Europa?