El viejo acaba de asistir al inevitable concierto de la Filarmónica de Viena que anuncia el comienzo del año y, a imitación de los ricachos que pueden pagárselo, ha palmeado rítmicamente la Marcha Radetzky –la Marsellesa del conservadurismo, como la califica el desesperado Joseph Roth– apoltronado en el sofá de la sala de estar. El primer día del año es una jornada perezosa, remolona, en la que si eres joven padeces la resaca de la noche anterior y si eres viejo, como es el caso, no quieres verte en esta fecha porque nada bueno puedes esperar del avance el tiempo.
En este despertar del año nuevo, los que creen en el futuro se calzan unas zapatillas deportivas y se echan a la calle a practicar running, footing, jogging o como se diga, que, según la wiki, consiste en una acción por la que los pies tocan el suelo alternativamente, ahora el derecho, ahora el izquierdo, a una velocidad mayor que al caminar. Ya se entiende que no es el caso del autor de estas líneas, que sigue arrendado al sofá sin otra actividad perceptible que el leve temblor del dedo índice de la mano derecha sobre el mando a distancia de la tele. Este esfuerzo le lleva a la enésima visitación de Indiana Jones en busca del arca perdida, la primera peli de esta saga, que bien podría estar inspirada en una historieta de tebeo de los años cincuenta y que sin duda es la más inocente, y por ello la más vibrante, de las cinco secuelas que vinieron después, cada una peor que la anterior hasta la insufrible última, exhibida este mismo año pasado. El viejo deja que paseen por su cabeza estas divagaciones, equivalentes a un running contemplativo, porque cree que retrasan el envejecimiento, mientras discurren las imágenes ante sus ojos.
Pero algo ocurre en su ánimo. La inocencia requerida al espectador no permanece intacta con el paso del tiempo y algún algoritmo que la edad ha alojado en cierto lóbulo cerebral le dicta una interpretación inédita de la historieta que está viendo. Lo que se cuenta en ella es la recuperación del arca de la alianza, el símbolo bíblico que representa la conexión sagrada de Dios con el pueblo de Israel, que ha caído en manos de los nazis. Estos son aniquilados, desde luego, pero, en último extremo, no por las habilidades del doctor Jones sino por la energía letal que emana del arca. El arqueólogo saltarín reparte numerosos mamporros a los nazis y a sus aliados árabes, que hacen la felicidad del público, pero la victoria no le corresponde a él sino a la fuerza sobrenatural contenida en la alianza con el vengativo dios del Sinaí. Los israelíes no aparecen ni son mencionados en la película, claro, porque aún tardarían un decenio en entrar en la historia y hasta entonces eran solo judíos, y es el gobierno norteamericano y sus servicios de inteligencia los que ponen en danza a Jones para que encuentre el arca y la rescate, y son los mismos agentes norteamericanos los que se encargarán de la custodia posterior de esa bomba atómica bíblica. Para recuperar el arma absoluta, Indiana Jones deja a su paso infraestructuras incendiadas, mercados callejeros destruidos, regadíos y cultivos arrasados y aldeanos apaleados, además de nazis tiroteados, en un desenfadado ejercicio de omnipotencia imperialista.
¿Y si la película tiene un mensaje secreto? ¿Y si la guerra buena contra los nazis se muestra como inspiración y paradigma de otras guerras no tan buenas? El viejo está perplejo al verse poseído por el método paranoico-crítico que postulaba Dalí para conocer e interpretar la realidad, aunque más probablemente se trata de un virus contraído en los cine-clubs de la adolescencia, cuando se estimulaba a los neófitos a ejercitar la sospecha sobre lo que estaban viendo en la pantalla. Es un penoso hábito del que creía haberse librado hace décadas para disfrutar del cine y que ahora, inesperadamente, ha recidivado. Una cosa parece cierta: nunca más podrá ver una peli de Indiana Jones sin pensar en Gaza. Es lo que tiene el año nuevo, trae acontecimientos nuevos y a la vez te hace más viejo.