Votar siempre ha provocado en mí un regusto a promesa incumplida, de óbolo a un sistema infiel. Si las elecciones son la fiesta de la democracia, como dicen los cursis, es la clase de fiesta a la que acudes después de pensártelo mucho, saludas a los anfitriones, en este caso los ciudadanos de plantón en la mesa,  dejas tu aportación y te vas. Hay algo de furtivo en este acto, que por lo demás resulta ineludible porque la fiesta del poder, que es de la que hablamos, se celebrará de todos modos, contigo o sin ti, y más vale que estés invitado. A los españoles, la democracia nos fue otorgada cuando ya era inviable la dictadura. Cierto que algunos, pocos, lucharon toda su vida por que se instaurara la democracia antes de tiempo, y bien caro que lo pagaron, pero los que la instauraron de verdad y se hicieron con el puente de mando del tinglado, lo hicieron porque no quedaba más remedio. El país que fue libertario en la II República era en los años setenta un gato escaldado, así que los artífices de la democracia la armaron para que fuera más estable que dinámica, más opaca que transparente, más institucional que emotiva. Este es un país que siempre ha tenido más pasado que futuro y más estado que sociedad, así que las energías e ilusiones que albergábamos a finales de los setenta fueron abruptamente tamizadas por la memoria de plomo del reciente pasado. No se puede ser joven sin ser a la vez un poco tonto. El pueblo –la gente, como dicen ahora- votó entonces con cautela y no ha dejado de hacerlo con idéntica actitud en las tres décadas siguientes. La cosa ha funcionado bien o, al menos, al gusto del paisanaje, aunque no sin tropiezos. durante este periodo, el más estable y próspero de la historia, según sus panegiristas. Las circunstancias externas, nuestra hada madrina, básicamente el ingreso en el club europeo y la bonanza económica de la época, favorecieron la andadura del sistema y pelillos a la mar. Hasta ahora mismo, en que la crisis económica más brutal que se recuerda desde hace casi un siglo ha derruido la base material del llamado consenso de la Transición al mismo tiempo que la sociedad vive un cambio generacional. Escribo esto cuando se han escrutado el 60% de los votos y ya puede verse que la cautela ha guiado una vez más la voluntad de los electores. Los indignados han entrado cumplidamente en el Parlamento pero los que provocaron la indignación han vuelto a ganar las elecciones. Lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir, para decirlo con la tópica sentencia de Gramsci;  y entretanto, añadimos nosotros, el tiempo no cesa de correr. Bien, los votantes ya hemos cumplido. La fiesta ha terminado y cada mochuelo a su olivo.