Este escribidor cumple más de setenta sanfermines en la remota ciudad subpirenaica y cada año descubre que no consigue superar el shock de asistir, en la mañana del seis de julio, al asombroso espectáculo de que todos los habitantes de la ciudad estén ataviados de blanco y rojo. No es un disfraz porque no oculta la identidad ni se celebra un carnaval; no es necesariamente una indumentaria festiva (no es una bata de cola, por ejemplo) porque la mayoría de los así ataviados deben cumplir obligaciones ordinarias como en cualquier día laborable; tampoco es funcional para unas circunstancias en las que abundan las manchas, de vino y otras, y no es un uniforme porque no identifica a una facción o grupo, así que no queda más remedio que aceptar que es un traje de comunión.

La matriz religiosa de la fiesta se manifiesta en un par de actos del programa, los de mayor relumbrón formal, en los que se saltan todas las prescripciones del laicismo constitucional y se produce una fusión cívico-religiosa que, con toda lógica, es la más apreciada por la opinión tradicionalista. En estas ocasiones, alcalde y ediles acompañan al santo y al cabildo catedralicio trajeados de etiqueta, chistera y bastón de mando, bandera municipal, guardia urbana de gala y demás parafernalia, lo que en la jerga local se llama desfilar en cuerpo de ciudad. Y es aquí donde entra la política, tal como la entendemos en la aldea.

El primero de los dos actos mencionados era el desfile de vísperas, popularmente conocido como riau riau (la onomatopeya lo dice todo), ya desaparecido del programa oficial de fiestas porque se había convertido en un sindiós inmanejable. El origen de los troubles, como dirían los irlandeses, está, como todo por aquí, en el remoto siglo XIX, cuando el mocerío carlista obstaculizaba en la calle el paso de la corporación liberal hacia la capilla del santo. La gansada aldeana cobró virulencia en los años setenta y ochenta, de hegemonía de eta entre la juventud alegre y combativa, hasta convertirse en una batalla campal que algún año registró el intento de asalto a la casa consistorial, como si fuera el palacio de invierno, por parte de los neocarlistas ahora llamados izquierda abertzale.

El desahogo del día 6 dejaba en paz la procesión del día 7, de parecidas características formales, pero este año un residuo radiactivo de los viejos buenos tiempos ha vuelto a eclosionar: un grupo de mozos ha insultado al alcalde y a la corporación, y en el forcejeo en la estrecha calle que asciende a la catedral tres policías municipales han resultado heridos.  Los representantes de bildu, la actual marca neocarlista, empeñada en la política fina, han lamentado lo ocurrido (ojo al término de diplomacia vaticana) sin renunciar a los genes y enmarcando el incidente en la crítica política. Los abuelos de los autores del lamento salieron de sus aldeas, fusil en mano, para destruir la segunda república y sus nietos, que acaban de pactar con don Sánchez la ley de memoria histórica, han abierto una vía de agua, otra más, en el gobierno de izquierda. Volverá el riau riau.