Una acreditada firma de opinión periodística postula la conveniencia de que en Alemania haya más debate interno sobre el papel de este país en Europa. La opinión es indicativa de la conmoción provocada por el reciente contencioso con Grecia y un síntoma de la responsabilidad que se atribuye a Alemania como país hegemónico en la (falsa) solución al conflicto. Pero, ¿debate en Alemania? El modo cauteloso y vagamente argumentativo con que el firmante hace la propuesta ya indica la enorme dificultad del objetivo. Probablemente, no hay en el mundo nación más afecta a la unanimidad, aunque el fin sea aberrante e incluso suicida, como está sobradamente probado por la historia. Los franceses discuten hasta la guerra civil, los ingleses dejan que las diferentes corrientes de opinión discurran por su cauce e irriguen mansamente todos los rincones de la sociedad; los españoles, que somos de secano, podemos ir a la guerra civil sin debatirlo siquiera; pero, ¿los alemanes? Ningún otro europeo distingue a un prusiano de un bávaro o de un suabo, a un artistócrata rural de un obrero de la VW, a un artista plástico berlinés de un agente de bolsa de Frankfurt. Todos componen en su imaginación una entidad uniforme y maciza, propensa a la cólera porque los países vecinos, incluso aliados y socios, se muestran siempre dispuestos a burlar la ley y quitarles lo que es suyo, ya sea el espacio vital o los ahorros de sus pensionistas. Durante la pasada guerra mundial ni siquiera se entendían con los gobiernos aliados. El conde Ciano se lamenta en sus diarios de que los alemanes aceptan a los italianos pero no los quieren y, a la recíproca, los italianos quieren a los alemanes, pero no los aceptan. Es imposible describir en menos palabras lo que parecen ser hoy los sentimientos recíprocos que alimentan Alemania y sus socios de la zona euro. Y esto parece ser así al menos desde el Renacimiento, es decir, desde el nacimiento de la Europa moderna. En su libro Civilización, el crítico Kenneth Clark opone dos magníficos retratos de la época: Un cardenal de Rafael y Oswald Krell de Durero. El primero pinta a un personaje captado en estado de beatitud, pulcramente ataviado con el hábito cardenalicio y expresión meditativa y soñadora, ligeramente ausente, los hombros relajados y la mano suavemente posada sobre la mesa. El segundo constituye exactamente su antítesis: el modelo es un personaje atlético, agitado, descamisado, de hombros cuadrados, rostro tenso y mirada inquisitiva y desconfiada, que aferra con la mano izquierda los bordes de su pelliza como si fuera a saltar sobre el espectador que le está mirando. Del cardenal italiano se espera que te invite a una taza de café; el burgués alemán invita a huir a escape de su presencia. Tal vez Varoufakis sea un correoso guerrero y un desapacible negociador pero nadie rechazaría estrecharle la mano; a sentido contrario, ¿quién se acercaría a la silla de ruedas de Schäuble sin miedo a recibir una fulminante descarga eléctrica?
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