El discurso del jefe voxiano don Abascal en el que homenajeaba a la juanadearco del neofascismo francés fue un ejemplo raro pero eficiente del estado de la cuestión por partida doble: puso de manifiesto el desastre del sistema educativo español y evidenció el sindiós babélico que promete ser la Europa de las patrias, el artefacto político que promueven el homenajeador y la homenajeada.
Don Abascal mismo se erigió en este acto como ejemplo egregio de la incuria que caracteriza a la extrema derecha. Los populismos de hogaño, como los de hace un siglo, reclutan a su gente representativa entre varones en la cuarentena que en la vida civil son porteros de discoteca, comentaristas deportivos, militares en la reserva, periodistas esotéricos, macizos de gimnasio, aristócratas menguados. abogados arriscados y jueces resentidos, una galaxia periférica de la clase media aspiracional relegada por designios de la casta dominante, en la que los valores predominantes son el músculo y la osadía. El uniforme masculino de presentación en sociedad es un traje dos tallas inferiores a lo que correspondería al cuerpo, botonadura al borde del estallido y perneras que no dejan lugar a equívoco sobre la rotundez de los cuádriceps, abductores y gemelos. Claro que hay fascistas de oficina y votantes de estas siglas que dedican su vida a un trabajo honrado, repetitivo y anodino, pero no molan para subir a un escenario aunque hablen francés.
Don Abascal no habla francés ni tiene propósito de aprenderlo y su infame chapurreo sería rechazado por cualquier examinador de primero de bachillerato y no podría ser imitado con éxito ni por el más zarrapastroso humorista. Solo causa temor y temblor porque este políglota cojitranco está llamado a ser vicepresidente del gobierno español en una hipotética victoria de la coalición reaccionaria.
El rostro de madame Le Pen no dejaba traslucir emociones mientras escuchaba su panegírico en el que la lengua de Molière era apalizada a muerte. Tampoco era cosa de levantarse para censurar a su esforzado y servil correligionario. Podemos aventurar que en la jefa del neofascismo francés habitaban dos sentimientos contradictorios que se neutralizaban mutuamente. El primero era de complacencia porque a nadie le amarga la adulación y menos aún si viene de un bizarro caballero español, que ya sabemos cómo son los españoles, vehementes y zafios. Este arriero no debe saber que el francés ha sido la lingua franca de la alta diplomacia y cultura europeas, la expresión quintaesenciada de la politesse, hasta que fue desbancada, ay, por ese inglés sobrevenido, pegajoso y omnipresente.
A partir de este punto, el monólogo interior de madame Le Pen evolucionó hacia la preocupación. Si ella es la representante por excelencia de La Frans (sic, en la oratoria de don Abascal), no puede asistir impávida a la derogación del francés y al arrastre de La Pléyade por el suelo del ruedo ibérico. Esta ocurrencia repentina le trajo la visión de un tiro de mulillas cascabeleras azuzado por el monosabio don Abascal que llevaban a Rabelais, Corneille, Montaigne, Balzac, Claudel y toda la peña para ser abiertos en canal. No, no iba a consentir eso. Ella, la hija predilecta de Francia -aunque su padre fuera un paraca partidario del régimen del Vichy y torturador de argelinos- tenía que alzarse ante ese adulador que irrumpía en la esencia de la francofonía como un gañán, o peor aún, como un inmigrante. Estaba a punto de gritar cuando don Abascal concluyó su discurso y se desvaneció la tensión acumulada. La cohesión de los patriotas por Europa quedaba restaurada.