Sebastian Haffner, pseudónimo literario de Raimundo Pretzel (1907-1999), fue un abogado, escritor e historiador alemán que debe su fama y su carrera literaria a un hecho que podría ser común pero que fue excepcional. Detectó antes que nadie en su entorno que Hitler era un tipo peligroso  y el régimen que traía consigo, un desastre para Alemania, y en fecha tan temprana como 1938 emigró a Inglaterra donde permaneció hasta retornar a su país en 1954. Leídas hoy, sus memorias (Historia de un alemán) resultan obvias e incluso redundantes después del material acumulado en las bibliotecas sobre este tema, pero hacía falta una perspicacia excepcional para captar la naturaleza profunda del régimen nazi en los años treinta, cuando en toda Europa las sociedades aspiraban a ser gobernadas por estados autoritarios, duros y excluyentes.

Las circunstancias personales de Haffner no le predestinaban al rechazo del nazismo. Ario, de clase media bienestante y con una prometedora carrera profesional como abogado, sin simpatías ni compromisos con la izquierda, no tenía ningún argumento racional contra el auge de los camisas pardas y su asalto al poder. La mayor parte de sus compatriotas aceptaron este hecho con una mezcla de emociones entre la aquiescencia y la euforia. Sin embargo, algunos indicios, perfectamente legales y normales en la época, como la prohibición de la entrada a la biblioteca pública a sus colegas judíos, le hicieron comprender que se avecinaba una época en la que sería imposible vivir en paz con un mínimo de decencia y esta intuición temprana salvó su alma y su memoria.

Estamos de nuevo ante las piezas del puzle sobre la tabla, algunas muy chillonas, y una multitud de jugadores empeñados en formar con ellas un cuadro sin que sepamos qué paisaje nos espera cuando encajen todas porque al contrario que en los juegos de mesa, aquí no hay más lámina de referencia que la historia y esta por definición es irrepetible. Pero fijémonos en las piezas del puzle que han salido, hoy mismo, de la bolsa donde se contienen las probabilidades del futuro.

El emperador de occidente emprende una operación militar contra una ciudad de su país de casi cuatro millones de habitantes para deportar a una parte de la población y someter al resto, y amenaza con llevar a otras ciudades la misma iniciativa punitiva, que no excluye arrestar a las autoridades locales electas. El emperador quiere ser dictador y no lo ha negado nunca, así que ha empezado a demostrarlo. En algún párrafo de sus memorias, Haffner expresa su repulsión por la mera apariencia física del dictador nazi, con su flequillo grasiento y su gestualidad histriónica. Hoy es fácil entender y compartir esa repulsión (Charles Chaplin, otro adelantado, la llevó al cine en 1940) pero cuando la expresó Haffner era en contra de la opinión mayoritaria de sus compatriotas y constituía un delito. ¿Qué hace que un personaje naturalmente antipático, hostil y de tintes grotescos como Trump sea entronizado para liderar un país y se le permita apoderarse de la totalidad de sus instituciones para sus propósitos personales?

La respuesta no es simple y quizá tengamos que recurrir a la nietzscheana reversión de todos los valores para entender esta nueva e imparable voluntad de poder que está conmoviendo a las democracias. Esta reversión implica que la verdad y la mentira son indistinguibles; el argumento se convierte en consigna; el lenguaje se hace hiperbólico, los parlamentos convierten el debate en un duelo de pedradas y las instituciones se abrazan a la chusma, como si formaran un todo orgánico. Esta mañana, jueces y fiscales se han manifestado debidamente ataviados con los ropones de su autoridad para protestar (otra vez) contra una iniciativa legislativa del gobierno, que aún no ha iniciado su andadura, en defensa de sus intereses corporativos y se han dejado acompañar en el mismo espacio por manifestantes callejeros que pedían la cabeza del presidente del gobierno. Las razones de los jueces y la furia de la plebe formaban un continuum indistinguible. ¿Es esta la justicia que postulan los manifestantes togados?

La ultima ratio de esta dinámica destructiva del lenguaje y de su sentido es la afirmación de que el gobierno democrático es una dictadura y su presidente, un autócrata. Quienes quieren reventar la democracia apelan a la libertad. Esta reversión del sentido tiene también un precedente histórico. Al término de nuestra guerra civil, los tribunales de los militares golpistas condenaron a los leales a la República por rebelión militar. El ministro franquista Serrano Súñer lo definió, con ingenio chusco, como la justicia al revés. ¿Estamos en ese camino?