En los felices noventa, el escribidor aceptó el encargo editorial de confeccionar una guía turística de esta remota provincia subpirenaica y ha vuelto a consultarla estos días para comprobar qué escribió en ella sobre el Monumento a los Caídos. En las 192 páginas del volumen ha encontrado esta referencia de poco más de dos líneas en la página 72, donde se invita al lector a un paseo por el II Ensanche de la capital: “a ambos lados de la avenida de Carlos III hasta el Monumento a los Caídos, erigido al término de la Guerra Civil (1936-1939) en memoria de los vencedores”. Ni una palabra más sobre su significado glorioso y contenido funerario, lo que espero que no afectara a las cifras del turismo de la ciudad porque la guía se vendió muy bien. La elusiva cita responde al talante del autor, que ha convivido toda su vida consciente con ese armatoste por el que sentía más repulsión que curiosidad, como si esta guinda arquitectónica de la Pamplona moderna fuera la fortaleza de Poenari en Rumanía, que para los nacionalistas locales es la sede de Vlad Tepes el Empalador, héroe nacional del siglo XV y paladín contra los turcos a los que empalaba en la estaca de un pino para decorar el paisaje, y para el resto del mundo es simplemente el castillo de Drácula (*).

El mal fario de este edificio pamplonés hizo que sin prisas pero sin pausas fuera desasistido por las autoridades políticas, civiles y eclesiásticas que debían velar por su uso; los restos de los vlad tepes enterrados en su cripta fueron exhumados para su reposo eterno en un cementerio de seres humanos, y el edificio mismo quedó por último como covachuela de una secta de afectos al vampirismo de la cruzada nacional, que celebraba allí sus liturgias. Ahora mismo es un cascarón vacío que conserva intacta su imponente apariencia urbana y cuyo destino es objeto de debate público y municipal.

Las agrupaciones de los descendientes de las víctimas del golpe militar (los turcos de la época), que justificó la erección del edificio, reclaman su demolición pero el gobierno de la ciudad debe tentarse la ropa porque una buena parte del vecindario está en contra de cualquier medida que no sea su conservación y no es cosa de ganar enemigos durante semanas o meses desmontando sillares, transportando escombros, levantando polvo y atronando con la maquinaria los oídos más finos de la ciudad. Este conservadurismo vecinal tiene un componente costumbrista, pero es sabido que la energía inercial almacenada en un cuerpo social puede convertirse en energía cinética en las urnas, y el equilibrio energético de las sociedades europeas, incluida la de esta remota provincia, no está para experimentos bruscos.

Así que el gobierno municipal ha optado por una alambicada estrategia para convertir el edificio en un centro de la memoria cuyos contenido ha dejado al juicio de un comité de especialistas, a la vez que rebajaba la protección del conjunto monumental para hacerlo posible; es decir, para introducir las modificaciones arquitectónicas que se requieran a este fin. La titubeante solución no ha satisfecho a nadie; no, desde luego, a las asociaciones de la memoria histórica, pero tampoco a los pamploneses de rancio abolengo que quieren convertir el mamotreto en museo de la ciudad.

A fin de apoyar esta idea un plantel de vitola ha publicado un manifiesto. El pedigrí de los abajofirmantes es impecable: académicos y especialistas en historia y arte de acreditada ejecutoria profesional. Si el alcalde, que también es historiador (la historia tiene mucho predicamento y da mucho juego en esta provincia), hubiera de examinarse ante este tribunal, tendría razones para echarse a temblar. El manifiesto es un pliego argumental de prosa rotunda e incensaria donde se glosan las virtudes arquitectónicas del edificio y la excelsa calidad de sus autores, ambas indiscutibles, pero ni una palabra sobre su significado histórico. La conversión de un edificio que ensalza la ruptura social, la tiranía y en último extremo la muerte en museo que explica una ciudad es paradójicamente interesante porque hace realidad la sombría observación de Walter Benjamin: No hay documento de cultura que no sea al tiempo un documento de barbarie (la sentencia podría estamparse en la fachada del museo).

Los firmantes del manifiesto no se rebajan a sugerir qué podría contener ese museo de la ciudad, que fuera lo bastante contundente e ilustrativo para absorber el significado del edificio que lo contiene. ¿Vagaría por entre los objetos expuestos y los paneles explicativos la sombra del conde Drácula? Las artes museográficas han progresado una barbaridad y casi cualquier montón de trastos es museizable en manos de los expertos correspondientes, pero un museo es el templo de las musas, donde se alojan los testimonios de la creatividad humana y podemos apostar a que la creatividad de nuestros vecinos –un pedrusco grabado en la época de Pompeyo, un manuscrito medieval de cuando Carlos III el Noble, el violín de Sarasate y una sección del vallado del encierro, entre los hipotéticos objetos candidatos a ocupar el lugar- no pueden competir en la curiosidad de los visitantes con los frescos de Ramón Stolz que ornamentan la cúpula del edificio y cuyo valor artístico no oculta lo que representan. ¿De verdad quieren los pamploneses identificar su ciudad con estas pinturas?  O por el contrario, ¿habrán que pedir disculpas a los visitantes y ofrecerles una prolija explicación de por qué presiden nada menos que el museo de la ciudad?

Una modesta proposición

Estos pleitos de la memoria no hablan tanto del pasado como del presente, lo que los hace a menudo inmanejables porque los hechos son lo que son; su significación es volátil y su interpretación interesada está en manos de fuerzas políticas accidentales. No hay modo de establecer un consenso social sobre algo que fue creado para consolidar una sociedad dividida. He aquí, pues, una modesta proposición para salir del trance: ábrase el monumento al público tal como está, sin más aderezo que una explicación mural de las razones de su erección y de los sucesos de los que trae causa y déjese que el público corretee por ahí, los niños jueguen al balón si quieren, las familias merienden como si fuera un parque público y las gentes sin techo encuentren cobijo por la noche. Esta medida permitirá crear una opinión popular sobre el edificio, que ahora no existe, y en unos meses habrá quedado como lo que es, un armatoste inútil del pasado, que con suerte atraerá la atención de algún especulador inmobiliario y ya se sabe que nada hay más eficiente para resolver un dilema municipal que un buen pelotazo urbanístico, sobre el que suele haber poco debate. En cuanto a las pinturas de Stolz, se pueden transportar a otro lugar, como se ha hecho con los murales de Sijena. En fin, de nada por la sugerencia.

(*) En Rumanía, Poenari compite con la fortaleza de Bran por el título de castillo de Drácula, pero en aquellas latitudes se mezcla la realidad y la fábula. Aquí, desgraciadamente, todo es realidad.