Homenaje al escritor Félix Urabayen Guindo (1893-1943) con ocasión del 25º aniversario del Instituto de Educación Secundaria para Adultos que lleva su nombre.

Buenos días,

Mis primeras palabras han de ser de agradecimiento al Instituto Félix Urabayen y a su director por considerar que mi participación en este acto de onomástica del centro podría servir para hacer más presente la figura del personaje que le da nombre. Esperemos que el ponente esté a la altura de desafío. Empezaré con unas palabras extraídas de un ensayo de José María Romera, el profesor al que se debe la iniciativa de que este centro de bachillerato para adultos lleve el nombre de Felix Urabayen y que resumen de manera insuperable la significación y la importancia del personaje al que queremos conocer mejor.

La obra narrativa del escritor de Ulzurrun representa un hito en la historia de la prosa navarra, tanto por la novedad con que trata viejos asuntos como por la fuerte carga intelectual que encierra y por la actitud abierta de sus tesis. Liberal, republicano, crítico del provincianismo rancio y de las costumbres heredadas, combina esta voluntad de compromiso con la maestría estilística y una enorme capacidad para la evocación lírica que lo sitúan en una sensibilidad próxima a los posnoventayochistas y los novecentistas. El preciso reflejo de las costumbres, los cuadros de paisajes, la feroz crítica contra el atraso de ciertos modos de vida y la estolidez de algunos grupos sociales, la perfecta construcción de tipos y caricaturas y la prosa erudita, culta y cadenciosa, aguda en el humor y delicada en la evocación lírica, hacen de las novelas de Urabayen un apreciable testimonio de la época y una de las más importantes contribuciones de un autor navarro a la literatura española. (José María Romera, Literatura. Navarra. Editoral Mediterráneo. Madrid 1993).

Cuando Óscar me pidió un título para esta disertación, convinimos en que fuera Félix Urabayen. La literatura y el maestro porque, a pesar de que nuestro personaje está en la historia de la literatura por su obra novelística, lo cierto es que fue en primer término un maestro de escuela, oficio al que dedicó la totalidad de su vida profesional y desde el que tuvo una participación relevante en la reforma y el impulso de la educación en España impulsada en los años treinta del pasado siglo. Esta visión pedagógica impregna su obra de ficción, que a menudo adquiere un tono predicativo y ensayístico que lastra su vuelo literario. Empecemos por una breve ficha personal de nuestro autor:

Félix Andrés Urabayen Guindo nació en Ulzurrun (concejo de Ollo, a 26 kilómetros de Pamplona) en 1883 y falleció en Madrid el 8 de febrero de 1943. Por lo que respecta a su relación con Navarra, aparte de ser la tierra de la que era oriundo y de la que extrajo el tema de algunas de sus novelas, fue hermano del historiador y geógrafo Leoncio Urabayen (1878-1968) y tío de Miguel Urabayen Cascante (1926-2018), periodista y maestro de periodistas e inolvidable crítico cinematográfico para los cinéfilos de la generación de este ponente. Los hermanos Leoncio y Félix fueron maestros, profesión en la que ambos llegaron al rango más alto de la carrera como directores de las entonces llamadas Escuelas Normales de Magisterio para la formación del profesorado; Leoncio lo fue en Pamplona y Félix en Toledo, ciudad en la que conoció a la que sería su esposa, Mercedes de Priede Hevia, profesora de ciencias y matemáticas. También la hija de ambos, Rosa, fue maestra y ejerció brevemente mientras la II República estuvo en pie.

En la historia de la literatura española, Félix Urabayen aparece adscrito a la generación del 14 o los novecentistas. Este grupo hace suyo el lema regeneracionista de Joaquín Costa, Escuela y Despensa, por este orden, y le imprime un carácter práctico, proactivo, de urgencia. La idea es renovar el pensamiento dominante y la actitud de la sociedad española, introduciendo valores propios de la modernidad: racionalismo frente al folclore; civilidad frente al tribalismo; apertura frente lo castizo; claridad intelectual frente a la herencia barroca. En resumen, un programa reformista que se orienta hacia la república. La vida y obra de Urabayen encajan como un guante en este molde, y su destino personal puede leerse como arquetípico de su generación. Veamos su itinerario biográfico.

Finales del siglo XIX. La tierra natal del escritor está enfrascada en la tercera guerra carlista, un reiterado enfrentamiento civil que denota las dificultades de España para constituirse como estado moderno después de su extinción como imperio tras la pérdida de las colonias de ultramar. El padre de Félix, Bonifacio Urabayen, era celador de montes, un empleo tradicional en la nómina de la Diputación de Navarra y sirvió como guía al ejército nacional al mando del general Domingo Moriones. Los carlistas pierden la partida en la batalla de Oroquieta pero el ámbito rural queda irrespirable para un liberal pobre y Bonifacio se muda a Pamplona con su familia, donde ejercerá sucesivos empleos subalternos y se empeñará en dar a sus dos hijos la mejor educación posible, empeño que se vio favorecido por un maestro de los chicos, Félix Serrano Zabala, que les impulsó al ingreso en la Escuela de Magisterio. Leoncio y Félix frecuentan también la Escuela de Artes y Oficios, donde demuestran aptitudes para el dibujo. El resultado de esta formación llevará a los dos hermanos a interesarse por disciplinas contiguas, relacionadas con el ser humano y su entorno: Leoncio fue geógrafo, interesado en la ordenación y uso de territorio; a Félix le atrajo el comportamiento de los individuos y de las clases sociales.

La figura del maestro que orienta el destino de sus discípulos es básica en las sociedades en desarrollo y tiene un ejemplo egregio y conmovedor en Louis Germain, el maestro de primaria de Albert Camus al que el escritor agradeció su labor cuando recibió el Premio Nóbel. Ya que mencionamos a Camus, hay otra similitud con los hermanos Urabayen que puede ser destacada: la común procedencia de una familia modesta, carente de posesiones de tierra en sociedades campesinas, a menudo ocupados en oficios artesanales o en empleos de servicio público y cuyos vástagos necesitan la educación en valores sólidos (científicos) e ideas abiertas  y un estado que fomente el ascenso social por méritos personales y no por razones de casta o de riqueza familiar. Los tipos pertenecientes a estas clases sociales son los que han impulsado las reformas políticas desde el siglo XIX y han encarnado esa actitud ante la realidad que se ha venido llamando progresismo.

El empleo de maestro nacional llevó a Félix Urabayen por diferentes plazas como profesor interino, primero en Navarra –Urzainqui, Narbarte, Pamplona- y luego a Huesca, Salamanca, Castellón y por último Toledo a donde llegó en 1911 y en 1913 obtuvo plaza de profesor titular de Letras en la Escuela Normal Superior de Magisterio. Urabayen fue un personaje sedentario y Toledo, donde vivió 25 años, fue donde desarrolló la triple actividad que le daría renombre y por la que sería recordado en el futuro, como periodista, novelista y político. El matrimonio con Mercedes de Priede, hija del opulento propietario del Hotel Castilla, entonces uno de los establecimientos hosteleros más lujosos de España (hoy sede de un departamento gubernamental), le ofreció un salto en la escala social que dejó mella imborrable en la muy conservadora sociedad toledana, y que el mismo Urabayen se encargaba de mantener viva a través de sus poco complacientes textos literarios en los que denunciaba el abandono y la miseria en que los toledanos tenían sumida a su ciudad.

La cercanía de Madrid le permitió entrar en contacto con los círculos reformistas de la capital y frecuentar las proliferantes tertulias políticas y literarias de la época, y en este magma conoció a dos personajes que debieron ser determinantes en su empeño como escritor y como político: Serapio Huici y Manuel Azaña. El primero fue un navarro de Villava, ingeniero de caminos, canales y puertos, y relevante exponente del capitalismo español del pasado siglo, afincado en Madrid y miembro de varios consejos de administración de grandes empresas de los sectores más pujantes de la época: bancos, eléctricas y cementeras, y, lo que es importante para el destino de Urabayen, cofundador de la editorial Espasa-Calpe, donde nuestro autor publicaría sus novelas, y del rotativo El Sol, la cabecera quizá más influyente de Madrid donde escribiría los folletones que le dieron reconocimiento público. Serapio Huici se vio atraído por los conocimientos de Félix sobre hidráulica, que en la novela La última cigüeña (1921) prefigura lo que luego sería el Plan Badajoz, y por su apología de la industrialización de Castilla, que era el negocio del villavés. En El Sol Urabayen compartió espacios de opinión con el periodista Luis Bello, también republicano y promotor de la reforma educativa y con él recorrió la provincia de Toledo para conocer sobre el terreno su geografía y la situación de sus gentes. 

Esta actividad periodística y literaria caracterizaría a Félix como perteneciente a la élite intelectual orientada hacia el republicanismo que encarnaba Manuel Azaña, al  que conoció y trató en El Ateneo y en la tertulia de la Granja del Henar. La admiración y confianza que le unía al líder republicano determinó su actividad política, que, por lo demás, se mantuvo ceñida al ámbito cultural y que registra unos pocos hitos, como presidente del partido de Azaña en Toledo, el nombramiento como director de la Escuela Normal de Magisterio en 1931 al poco de proclamarse la República, puesto desde el que contribuyó a la ambiciosa reforma del magisterio y los métodos de enseñanza impulsada por el socialista Rodolfo Llopis, que supuso el mayor impulso a la educación llevado a cabo en España durante el siglo XX. En las elecciones de 1936 formó parte de la candidatura del Frente Popular, aunque no resultó elegido, y fue miembro  del Consejo de Cultura, un órgano asesor del ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes durante la guerra civil.

El corpus literario de Félix Urabayen está formado por ocho novelas identificables como tales y más de ochenta estampas, es decir, piezas cortas dedicadas a la descripción de un paisaje, personaje o circunstancia, género en el que era bueno y le complacía especialmente (él se veía a sí mismo como un estampista peripatético) porque le permitía brillar con sus mejores cualidades de escritor: la observación certera, el calificativo punzante y la pincelada de prédica moral. Estas estampas se publicaron en prensa como folletones y han sido recogidos en libro en diversas ediciones, la última, a cargo de su sobrino Miguel Urabayen, editada por la Institución Príncipe de Viana en 1983.

El bloque central de su obra, no obstante, está en las novelas de sendas trilogías dedicadas respectivamente a Toledo y a Vasconia, para decirlo con sus palabras, es decir, el Pirineo navarro. Estos dos espacios geográficos y sentimentales constituyen las fuentes de la imaginación literaria del nuestro autor. La otras dos novelas son La última cigüeña (1921), ya mencionada, y Tras de trotera, santera (1932) de ambiente madrileño en los primeros meses de la República.

La trilogía toledanaToledo: Piedad (1920), la primera novela que escribió; Toledo la despojada (1924) y Don Amor volvió a Toledo (1936)- está guiada por una especie de monotema, que es la idea  de un país somnoliento, expoliado y descuidado, encarnado en la ciudad de Toledo, que debe ser revivido y regenerado por la acción, la energía y el emprendimiento de gente procedente de Vasconia. Esta idea, que puede parecer arbitraria, era un tópico del regeneracionismo propio del pensamiento liberal de la época cuando el País Vasco aparecía identificado por la vitalidad de su industria pesada y al mismo tiempo por el encanto misterioso de sus paisajes y gentes. Urabayen encuentra en este imaginario un asidero para sus novelas toledanas, que hace que puedan leerse como un trasunto autobiográfico. En el primer tercio del siglo XX los capitanes de empresa vascos fueron muy activos en Castilla donde impulsaron grandes proyectos de infraestructuras (por ejemplo, el metro de Madrid) y lideraron el negocio de la banca. El mencionado Serapio Huici, amigo y benefactor del escritor, fue un ejemplo egregio de esta clase empresarial, así que el novelista tenía cerca un material inspirador al que podía añadir el romanticismo encarnado por su propia situación personal de vasco felizmente casado con una toledana de vitola.

La tesis de que Vasconia debe fecundar Toledo, que rige este ciclo novelístico, se traduce en que la ciudad aparece simbolizada en una mujer, aprisionada en sus rutinas y asediada por pretendientes que la debilitan y confunden a la espera del héroe, preferiblemente un ingeniero vasco, que la rescatará de este marasmo porque, como se lee en La última cigüeña: “Si la viuda de Padilla quiere casarse tendrá que dar la mano a gente nueva: químicos, ingenieros, colonos… Dulcinea lleva siglos sin moverse; no creo que su anemia se cure con el hierro guerrero sino con el hierro hecho maquinaria”. Este frágil hilo argumental sirve al autor para engarzar descripciones del paisaje, observaciones sobre las gentes y disquisiciones ensayísticas, las antedichas estampas, que constituyen el meollo de lo que el autor quiere decir y son lo más valioso y atractivo de sus prosas. Los personajes de sus novelas son estereotipos sociales y el argumento de la ficción es descuidado, cuando no inexistente, pero sirve de señuelo para un mensaje profesoral de más altos vuelos. En algún caso se ha dicho que Urabayen es un escritor costumbrista, pero no es exacto. Los costumbristas son neutrales y complacientes con la realidad que describen; Urabayen, por el contrario, intenta penetrarla, discernir sus términos, denunciar sus defectos, y no duda en polemizar con el objeto de su descripción, defiende en el texto su condición de testigo, interfiere con sus propios juicios o con los que presta a sus personajes. No deja, en fin, de proponer una moral en el envés de la realidad que pinta.

Si Toledo fue el hogar familiar de Félix Urabayen, su centro de trabajo y el escenario cotidiano de su vida adulta durante 25 años, la montaña de Navarra fue el territorio de su infancia y juventud, al que pertenecía lo más íntimo de su alma. La llegada a la capital castellana le provoca un sentimiento de desarraigo, que describe así en su primera novela (Toledo: Piedad, 1920): “Vasconia es una raza viajera. Antes, mi sed la calmaba el mar. ¿Por qué ahora busco la fuente tierra adentro? ¿Por qué mis entrañas de versolari [sic] ansían Castilla? ¿Por su viudedad? ¿Por su desolación? ¿Por esa luz tan divina de su sol que es lo único que nos falta a los vascos para volver a ser dioses? No lo sé, pero de todos modos se impone la marcha…y acaso con ellas el injerto”.

Esta nostalgia que da la lejanía del país natal inspiró las tres novelas del ciclo vasconavarro: El barrio maldito (1924), Centauros del Pirineo (1928) y Bajo los robles navarros (1940), si bien esta última, póstumamente editada en 1965, lo fue en circunstancias particularmente dramáticas, como se verá. En la trilogía vasca el lector aprecia una cierta emoción y calidez que no se encuentra en su obra toledana. Los paisajes, las fiestas, los banquetes, incluso los tipos, están retratados con una suerte de empatía de quien reconoce estar en su casa.

En El barrio maldito -la mejor novela de las tres y probablemente la mejor de toda su obra–  escribe sobre las danzas locales: “Estamos, sin género de dudas, a cien leguas del chotis madrileño ejecutado sobre un ladrillo. Y hay su razón geográfica. La una es música de cumbres; la otra, de franca decadencia, afrodisíaca y pegajosa, es el estimulante necesario a las razas agotadas por la excesiva civilización. Que solamente es de razas primitivas encender muy lejanas y muy altas las fogatas del amor…” Esta dialéctica de cumbres y llanuras, civilización y primitivismo, agotamiento y energía, tiene un eco nietzscheano y recuerda el doble polo de la inspiración literaria de Urabayen: Castilla/ Toledo y Vasconia/Baztán.

El barrio maldito cuenta una historia que acontece en Navarra y todos los elementos son autóctonos, lo que da al relato un carácter más introspectivo. El título alude al barrio de Bozate, lindante con la localidad de Arizkun en Baztán, históricamente habitado por la población segregada de los agotes. Pero, como es habitual en Urabayen, esta localidad y sus habitantes, son algo más que un accidente geográfico y se convierten en el símbolo de un discurso moral. La novela cuenta la peripecia de un arizkundarra llamado Pedro Mari Echenique que se instala en Pamplona para enriquecerse y lo consigue con un negocio de vinos, pero lo más interesante es que la historia está organizada en tres partes que llevan de título el nombre de las tres mujeres con las que se emparejará el protagonista: Sara, Dionisia y Rut. La primera y la tercera son agotes, a las que el autor ha atribuido nombres bíblicos, semíticos, para recalcar su misterio, mientras que la segunda se conoce por un nombre vulgar, relacionado con el negocio de  Echenique. La primera, Sara, es la mujer que inicia al baztanés en las artes amorosas; Dionisia, la esposa con la que comparte un largo e infeliz matrimonio y que acompaña a su marido en la tarea de aumentar la cuenta corriente, “religiosa, honesta y trabajadora, el ama de casa cantada por Gabriel y Galán”, en palabras del autor; y, por último, Rut, la tercera, sobrina de Sara, que personifica el deseo que el bodeguero puede satisfacer cuando es lo bastante rico y viejo para pagárselo.

El barrio maldito contiene temas propios de una novela moderna –la segregación por razón de clase, raza o género, el sexo como parte maldita de la conducta humana, la acumulación de capital como justificante de la organización social- en un escenario minúsculo y cerrado y bajo una capa de costumbrismo, que el autor nunca consiguió superar, aunque no sea exacto considerarlo escritor costumbrista, como se ha dicho.

Centauros del Pirineo, la segunda novela de este ciclo, es una historia de contrabandistas, un tipo y un oficio arraigados en la umbría de los bosques pirenaicos. Los contrabandistas representan el primitivismo y la energía industriosa que Urabayen atribuye a la raza que habría de vivificar la desolada Castilla; tipos a los que define así en otros texto (la estampa titulada Toledo la segundona de 1928): “Todo ese atraso sentimental y político [del vasco] con gotas de carlismo, integrismo y neísmo no es más que un sofisma hábil para disimular su hinchazón financiera”. Diríase, pues, que hay una relación entre el comercio clandestino de los contrabandistas pirenaicos y el capital de los empresarios vascos, como Serapio Huici, llamados a revitalizar España. Calificar a los contrabandistas de centauros es un feliz hallazgo retórico para definir a unos personajes que llevan una vida asilvestrada al margen de la ley y gozan de una inteligencia instintiva y de una energía excepcional, pero también es un tópico del estilo del autor y propio de la época, en la que era de uso salpicar las descripciones de hechos actuales con referencias al mundo clásico. En último extremo, este hábito discursivo trataba de superar el abismo referencial entre la clase de los mandarines ilustrados y la naciente masa de lectores o estudiantes provenientes de las capas medias y bajas de la población.

Para que escribiera Bajo los robles navarros, la tercera novela de esta trilogía y última de su producción literaria tuvo que ocurrir una catástrofe para el país y una experiencia demoledora y definitiva para  Félix Urabayen: la guerra civil. Vale la pena detenernos en este periodo.

Don Amor volvió a Toledo, la tercera novela del ciclo toledano se publicó en 1936. En sus páginas, Urabayen redobla el tono de su diatriba contra las clases reaccionarias que gobiernan la ciudad a las que califica de hordas prehistóricas, dólmenes y fósiles, y de la ciudad misma dice, Toledo es la ciudad de las momias (…) Abunda en leyendas y habladurías (…) donde sus gentes gustan del morbo y la murmuración y se sabe la vida y milagros de todo el mundo (…) Nada hay más inmoral que la moral toledana. Etcétera.

A la publicación de la novela, el autor añadió una coda: “Se terminó esta obra el mismo año en que estalló en España la intentona fascista. El autor no ha querido tocar ni una línea del original, aun sabiendo que lo que fueron audacias ayer serán ingenuidades mañana”. Estas palabras indican que Urabayen fue consciente de lo que se le venía encima a su país y a él mismo y, en efecto, esta nota de circunstancias serviría de prueba de convicción cuando tres años después fue juzgado por el tribunal de los golpistas vencedores. El escritor escapó de inmediato con su familia a Madrid para no ser capturado como rehén y llevado al alcázar donde el famoso asedio a los facciosos sublevados se inició el mismo 21 de julio. En la capital, la embajada de México le ofreció la oportunidad de emigrar a ese país pero rechazó la oferta porque no quería alejarse de Toledo; más tarde se desplazó a Alicante donde su hija Rosa se desempeñó como maestra en la localidad de Pedreguer, algo de lo que Félix se sentía muy orgulloso, y apenas terminada la guerra, en mayo de 1939, volvió a Madrid en tren y fue detenido al llegar en la estación de Atocha por una orden de captura emitida en Toledo. Estuvo detenido en la prisión madrileña Conde de Toreno donde compartió reclusión con el poeta Miguel Hernández y el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, y fue excarcelado en noviembre de 1940 debido a la intercesión de algunos amigos del exterior y por su condición de enfermo terminal. Desde la prisión vino a casa de su hermano Leoncio en Pamplona donde terminó Bajo los robles navarros, la novela que cerró el ciclo vasco y toda su obra, y que había comenzado durante su estancia en Alicante en la guerra.

La novela, dedicada a Antonio Machado, está dictada por el hambre, según su hija Rosa,  entendida no solo como hambre física acumulada durante la guerra y en la cárcel sino hambre de vivir después de haber estado a unos pocos pasos de la muerte. El paisaje de los robles navarros es el hogar de la promesa, la cuna donde nació su vida, “el sueño nostálgico de un hombre que trató de ahogar sus angustias y dolores en la vuelta ilusionada de unos años lejanos y felices”, para decirlo con palabras de su hija Rosa Urabayen. Terminó la novela en 1941, que permaneció inédita hasta 1965, y regresó a  Madrid el 14 de diciembre de 1942 donde estuvo atendido por sus amigos los doctores Gregorio Marañón y Fernández Delgado y murió el 8 de febrero de 1943, leyendo La conquista de la felicidad de Bertrand Russell.

Pamplona, 30 de abril de 2025