Cuando se anunció el nombre pontifical adoptado por el nuevo papa, el viejo recordó a su abuelo Benjamín, cuya juventud discurrió bajo la férula del décimo tercer León, y esta evocación arbitraria le despertó un sentimiento de eternidad. Los viejos están aquejados de nostalgia y sufren accesos de sentimentalismo moñas. ¿Será verdad, como dicen los católicos, que resucitaremos y este viejo encontrará a su abuelo y podrá hablar con él de cosas interesantes como hacían cuando era niño? Si es así, un principio de conversación podría ser este: en mi juventud reinaba León XIII, dirá el abuelo; en mi vejez reinó León XIV, le responderá el nieto, y así ambos hilarán un palique sobre esa fantasmagoría que llamamos Historia.

León XIII fue el autor de la rerum novarum, quizá la encíclica más famosa de la historia reciente de la iglesia, la que fija la llamada doctrina social. Aquel papa la promulgó para frenar la embestida de los dos movimientos sociopolíticos que, como tsunamis convergentes, amenazaban la autoridad del Vaticano: el capitalismo y el socialismo. Así que puede interpretarse que el nuevo papa quiere heredar con el nombre el aura social de su antecesor en la nomenclatura. Pero lo hace cuando el capitalismo se ha convertido en una entidad gaseosa y la clase obrera ha desaparecido del mapa. No importa. La iglesia católica es la única organización en este planeta que puede mirar atrás sin que el pasado condicione el futuro porque renace con cada nuevo papa, alada y ajena a las mutaciones del entorno. Ayer, la paloma fue una gaviota.

En la plaza de San Pedro, la grey de los creyentes era una comunidad de turistas agitados como si estuvieran en la plaza consistorial de Pamplona el seis de julio, absorta en una suerte embriaguez en la que lo espirituoso había sido sustituido por lo espiritual y el kalimotxo por el smartphone. Sin embargo, silencio. La anunciación de la buena nueva a cargo del cardenal protodiácono (¿quién no quisiera ser protodiácono, camarlengo o simple sacristán en esta circunstancia?) es en misterioso latín. Divinas palabras, destellos del inaprehensible origen de todas las cosas. Las viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna; las palabras latinas, con su temblor enigmático y litúrgico, vuelan al cielo de los milagros, como escribió Valle-Inclán al contemplar a la Mari Gaila en pelotas pero que vale también para asistir a la aparición en el balcón del nuevo papa con sus atavíos de autoridad.

Luego, el discurso del pontífice electo fue en romance, tópico, olvidable, tedioso en cuanto traspasó la medida de un tuiter, y el buen pueblo volvió a sus ocios y negocios, y los vaticanólogos a hacer cábalas sobre el nuevo pontificado, artificio que consiste en conjeturar sobre los hechos mediante la interpretación de las palabras. Hablemos, pues, aunque no sepamos de qué.