El amigo Iaccopus confesaba el otro día su desolación ante la velocidad de los acontecimientos porque, decía, empiezas una mañana a leer un libro sobre Europa recién publicado y el telediario del mediodía desmiente el hilo argumental del autor. Es como leer un libro de geología cuando el suelo tiembla bajo tus pies. Apenas veinticuatro horas después de que se publicara el último comentario de este errático blog sobre los desafíos que le esperaban al futuro canciller herr Merz ante los neonazis de su país, su candidatura ha sido derrotada en primera votación y a los neonazis (ahora llamados extremistas) les ha faltado tiempo para celebrarlo y pedir la repetición de elecciones .

El cielo se puebla de signos insólitos y amenazadores. Un día, el presidente del Estados Unidos usurpa la imagen del papa de Roma que aún no ha sido elegido y apenas unas fechas después, la representación soberana del pueblo alemán rechaza primero y acepta por los pelos en segunda vuelta un gobierno de coalición de conservadores y socialdemócratas. En el tradicional imaginario europeo la Grosse Koalition es el baluarte inexpugnable de la democracia amenazada. ¿Cuántas veces no habrá sido invocada para su aplicación en España como remedio a la polarización que vive el país? La GroKo es el no pasarán de nuestro atribulado sistema político. Pues bien, ya hemos pasao, como cantaba Celia Gámez (no quiero dar ideas pero este chotis podría ser el himno de don Abascal y sus correligionarios europeos: una especie de Macarena del siglo XXI).

Hagamos inventario de las fuerzas democráticas operativas en Europa: los gobiernos de Alemania y Francia, bajo asedio de los extremistas; en Italia ya han llegado y ocupado el gobierno, como en Hungría y Rumanía; en Reino Unido le roen los calcañares al gobierno laborista; en España, la coalición reaccionaria está dispuesta a abatir a don Sánchez aunque sea a oscuras; y en el resto de países europeos, las dos fuerzas están en un ten con ten, en el mejor de los casos, aunque la escora general es hacia la extrema derecha. Es inútil desgañitarse gritando que viene el lobo porque el lobo ya está aquí. Lo único que cabe es reconocer que se ha acabado el consenso antifascista que ha sido la etiqueta de la gobernación europea, tanto al este como al oeste, desde la segunda mitad del siglo pasado. Pero ¿qué quieren los fachas?

Los interpelados no pueden dar una respuesta a esta pregunta porque su política consiste en rechazar el presente y bloquear el futuro pero sus objetivos e intereses son por ahora difusos e inconexos, propios de una situación que está en sus comienzos. Podemos aventurar que aspiran a volver a la placidez de la derrota. Durante la primera mitad del siglo pasado, las instituciones y las poblaciones europeas se sometieron a sí mismas a un estrés insoportable de revoluciones y contrarrevoluciones, matanzas, rupturas y envilecimiento de los valores humanistas que eran la gala del continente. Cuando llegó el final de este ciclo, Europa no existía excepto como un cementerio en ruinas y sus pobladores aceptaron convertirse en protectorados de los dos imperios exteriores –usa y urss– que intervinieron en el teatro de operaciones y ganaron la guerra. El enfrentamiento entre ambos, formulado en términos hiperbólicos de destrucción masiva asegurada, otorgó a los países europeos derrotados y avergonzados de sí mismos una especie de plácida seguridad porque las bombas atómicas sobrevolaban su cielo pero no iban a caer sobre su suelo (hubo un fallo en Almería pero la bomba no estalló).

El pánico y la desconfianza nuclear que reinaba en las metrópolis imperiales de Washington y Moscú no encontraban eco en París, Berlín, Varsovia o Madrid, enfrascadas en sus problemas domésticos. Los europeos vivían en un contexto de seguridad y prosperidad razonables: tenían un país, cada uno el suyo, y un estado robusto; empleo fijo y una economía funcional que bien que mal proporcionaba vivienda, escuela y medicinas; una tecnología inteligible y manejable en la fábrica y en el hogar, y estaban en buen uso los hábitos sociales de tiempos de  los abuelos, En esta inopia feliz, se enterraron los desmanes del inmediato pasado y nadie preguntó al pariente o al vecino qué había hecho en la guerra; el vecindario era de confianza y ya no había judíos, rojos, fascistas, moros ni mariquitas por lo que no era necesario exhibir las correspondientes antipatías por unos u otros.

Este paraíso de baja intensidad, con el que sueñan los neofascistas, se jodió con el fin de la historia: desplome del bloque soviético, globalización económica, pérdida de empleos y salarios, crisis financieras, deterioro de los servicios públicos, tecnologías abstrusas, teléfonos más inteligentes que sus usuarios, pandemias y apagones, y sobretodo gente de todos los colores y acentos por la calle, en el bloque de viviendas, en la escuela de nuestros hijos. La añoranza del pasado alcanza a los dos imperios que han dominado la escena europea: Estados Unidos quiere volver a la época de la conquista del Oeste y Rusia, al imperio zarista, lo que abre un espacio autónomo a los fascismos locales, que, liberados de las exigencias de la guerra fría, pueden ser simultáneamente aliados y amigos de Trump y Putin si las circunstancias no hacen colisionar los intereses de ambos. De momento, la deriva de la guerra de Ucrania ofrece un horizonte prometedor al nuevo orden. Y mientras estos asuntos se clarifican, han conseguido que tropiece la Grosse Koalition, el buque insignia de las democracias liberales europeas.