Martes, 29 de abril. Mediodía. Dos niñas de once y diez años salen del colegio de primaria, en centros distintos, y cuentan a sus mayores el eco que el apagón del día anterior ha tenido en sus actividades escolares de esa mañana. Una de ellas refiere que han dedicado la clase de sciences al suceso, han buscado información en internet y tras el consiguiente debate han destilado tres opciones sobre las causas posibles: una, que se ha caído la luz; dos, la niña no la ha entendido porque estaba con la atención puesta en otra cosa, y tres, un barco ruso en el Mediterráneo ha arrancado los cables submarinos que llevan la corriente eléctrica. Puestas a votación las tres opciones, la asamblea escolar ha adoptado por mayoría la tercera. Putin, culpable. En el relato de la segunda niña, el proceso ha sido menos alambicado pero la conclusión, la misma. Simplemente, a la salida de clase, una niña le ha dicho a otra cuya madre es rusa: tu país ha atacado al mío.
Los viejos estamos preocupados por qué mundo dejamos a nuestros hijos y nietos, lo que es un ejercicio lacerante y ocioso porque la respuesta debería traernos al pairo: ya se apañarán. Aunque no deja de ser intrigante la facilidad con que los tópicos de conversación, que en realidad delatan los estratos profundos de nuestra percepción del mundo, se filtran a través de la malla de la enseñanza reglada, guardiana del saber que sostiene a una sociedad desarrollada. Al contrario de lo que predica el viejo lema regeneracionista, escuela y despensa, no basta con comer caliente todos los días y disponer de una razonable oferta educativa para no caer en la barbarie.
Las conclusiones de los escolares sobre la realidad que nos envuelve son gemelas a las de sus mayores; ambas mantienen una relación simbiótica. Si en las primeras horas después del apagón se hubiera hecho una votación nacional en los términos que se hizo en la escuela de esta historia, el resultado hubiera sido el mismo: Putin, culpable. Ya adelantó la hipótesis doña Ayuso cuando pidió a don Sánchez que sacara al ejército a la calle en una situación en la que no se registró ni un solo acto de desorden público en un país de casi cincuenta millones de habitantes. El ejército es guerra, y la guerra necesita un enemigo, interior y exterior. Este era el mensaje de doña Ayuso y la conclusión que absorbieron los escolares de primaria.
Por lo que venimos sabiendo, sin embargo, el apagón se debió a un fallo doméstico, aún no determinado pero ante el cual a los agentes implicados les ha faltado tiempo para echarse la culpa unos a otros: las renovables contra las nucleares, la operadoras privadas contra la red pública y por ahí seguido mientras se encuentra el fusible fundido que nos dejó sin luz. Descartado, al parecer, que se deba a una deficiencia tecnológica o a un fallo personal, y dejando en la reserva por si acaso que pueda ser una ataque cibernético, la conclusión es que no funciona bien el sistema de colaboración público-privada, otro mantra que doña Ayuso aplica devotamente en ámbitos como la salud o educación. La colisión de intereses privados no conforma el bien común sino que lo mina y en ese punto radica el tan llorado a la vez que fomentado descrédito de las instituciones públicas en cuya cúpula está el gobierno y, claro, don Sánchez.
La crisis eléctrica es una metáfora de la crisis política en la que estamos (está todo Occidente): una globalización fraccionada en intereses privados y un estado nacional en proceso de declive. La solución más obvia y visible es el fascismo, o trumpismo, si se quiere, capaz de regimentar a la oligarquía económica, golpear a la disidencia política y civil, y designar un enemigo, ya sea interior (inmigrantes) o exterior (Rusia o China). La chiquillería de enseñanza primaria va aprendiendo la lección.