Tregua en la invasión de los aranceles, cuyo horrísono zumbido semeja al del ataque de platillos volantes marcianos en una peli de Tim Burton. Si el paciente no es afecto a los aspavientos de vírgenes enjoyadas y cristos martirizados tan del gusto del vecindario ni está tan estresado como para huir a Benidorm, un libro es la mejor compañía en estos días de primavera incierta, y tanto mejor si está escrito por nuestro amigo José María Conget. Su última obra, recién aterrizada en las mesas de novedades de las librerías, se titula Egocentrismos (Editorial Renacimiento) y es una silva de varia lección, una miscelánea de la memoria, un muestrario de las partículas elementales de las que están nutridas sus ficciones.
El propio autor lo presenta así: “En la vida de un escritor –de este escritor- llega un día en que descubre que todo lo ha contado ya. Siempre me he repetido más o menos subliminalmente, pero en los últimos relatos los personajes de historias diversas recurrían a las mismas citas literarias, escuchaban las mismas músicas e incluso experimentaban las mismas circunstancias con mínimas variantes”. El escritor se zafa de este bucle haciendo a sus lectores partícipes de algunas de las experiencias que han formado la conciencia de sí mismo y han nutrido sus novelas, y el lector lo agradece porque también está en la edad en que las ficciones le parecen un envoltorio exagerado y le complace más que nada la desnudez de los hechos. Pero ¿qué son los hechos sino relatos desde cierta perspectiva? Embridados por el estilo del autor recuperan la magia y el sentido de la ficción. Una reinterpretación de lo que se dice en estas páginas podría alumbrar una nueva gavilla de cuentos y así hasta la última sílaba del tiempo registrado.
Tres son los escenarios discernibles en estas notas: la familia y la educación jesuítica en la juventud, que ha dado páginas memorables en sus ficciones anteriores; el cine y sus gozos y enseñanzas, y el mundillo de los escritores y sus cuitas. Estos relatos que navegan por las estancias de la memoria se inician en una anécdota personal, exploran las circunstancias que la rodean y se elevan hasta descubrir un paisaje moral, que concierne al autor y a sus lectores. El viaje está jalonado de observaciones perspicaces, alfilerazos de ironía y una suerte de compasión con la realidad y sus habitantes.
El interés del lector puede quedar prendado en cualquiera de estos relatos pero el preferido de este lector es el titulado El que fue a la guerra, en el que se evoca al tío Ángel, franquista, trapisondista y zascandil, presente en la adolescencia del narrador, cuya peripecia y sus derivadas familiares darían para una novela del mejor Galdós pero que puede leerse como una síntesis explicativa de la ambigua actitud de la sociedad española ante lo que llamamos la memoria histórica.
Conget es un cinéfilo irredento y el cine como contraste de la realidad está presente en la historia del tío Ángel y en varios otros relatos del libro, y en un par constituye el tema central como maestro de la educación moral del escritor y por añadidura de su generación. En estos dos relatos –Los gustos culpables y De complejos y traiciones-, dedicados respectivamente al actor John Wayne y al director Elia Kazan, se examina la contradicción entre el hipnótico impacto de su obra en la pantalla, que aún permanece porque son dos clásicos, y su reprobable actitud política, de matón (trumpista, diríamos hoy) en el caso del primero y de delator de sus amigos y compañeros de profesión, el segundo. Pueden parecer asuntos inactuales o extravagantes pero fueron hitos de la historia cultural en la segunda mitad de siglo pasado y espejo donde se miraban los jóvenes paisanos de la minoría ilustrada, que tenían vedado el conocimiento de la historia de su propio país. Algún día se escribirá la historia de la cultura española en este periodo democrático del que se cumple ahora medio siglo, para lo que serán necesarios más documentos memorialísticos como este Egocentrismos.
P.S. La confección de este comentario se vio asaltada por la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa cuya obra –primeriza entonces pero ya deslumbrante: La ciudad y los perros, Conversaciones en La Catedral– fue tema de ditirámbica conversación de Conget con este escribidor en el patio del cuartel del regimiento de cazadores de montaña América 66 en esta remota provincia subpirenaica. Fue cuando no podíamos imaginar que un novelista colosal terminaría por convertirse en un cortesano a tiempo completo. O tempora, o mores.