Los políticos, como cualquier otra especie animal, tiene su época de celo, con el mismo objetivo de diseminar su carga genética entre la colectividad a la que pertenece y erigirse en consecuencia en el macho alfa de entre sus semejantes. No importa que la candidata sea una mujer, esos son matices formales aportados por el cambio cultural que no afectan a la esencia de la cuestión: ¿conocen un macho alfa más característico que doña Ayuso? ¿a qué no cuesta nada imaginarla majestuosa, celosa e inquieta como un ciervo de doce puntas? De hecho, las hembras en este papel son más intimidantes que los machos, un sentimiento que arrastramos desde que éramos cavernícolas.

El celo provoca una aceleración de la vida, una suspensión de la rutina, una excitación que se dirige hacia el propio grupo y lo aísla de su entorno. La pelea interior, en la que las fuerzas propias se miden a sí mismas, se traduce en paz hacia el exterior. Los candidatos berrean, barritan, cacarean o rugen; extienden las plumas de la cola, inflaman la papada, agitan la cresta, dan saltitos y levantan los brazos para llamar la atención de los suyos y, curiosamente, en ese estado de sobrexcitación, resultan ininteresantes, pues ¿hay algo más ridículo que un león, un gallo o un elefante practicando el coito?

En este periodo más que en ningún otro, el vecindario se convierte en una masa de espectadores. Unos, los menos, acuden al lugar de la representación porque sienten afinidad por tal o cual plumaje en liza y tienen necesidad de compartir la atmósfera del acontecimiento, pero a la mayoría del público le llega la noticia a casa a través de la tele, donde se hace más evidente que en ningún otro momento el generalizado desinterés por la política y sus rituales endógenos. En efecto, periodistas y comentaristas enfundan sus herramientas de trabajo a sabiendas de la inanidad del ritual electoral, como los cazadores guardan sus escopetas en el armero mientras dura el celo. Es un gesto de sosiego y de respeto por los ciclos de la naturaleza. Las elecciones y las berreas son necesarias para el equilibrio del ecosistema.

Hay otro componente en esta liturgia que fomenta el desinterés. Para conseguir sus fines, el candidato ha de sumergirse entre su gente, el individuo ha de fundirse en la especie, el líder ha de figurar en estos amasijos como uno cualquiera de los suyos, lo que significa la suspensión de la épica. La democracia y la épica son incompatibles. El coraje, la sabiduría, la astucia, el sacrificio, los atributos del héroe, en fin, que sustentan el relato, no pueden trasladarse al grupo. El periodista, como el cazador, se apasiona por el seguimiento de una pieza, el descubrimiento de sus huellas, el atisbo de sus intereses, la comprobación de sus recursos, antes de tenerla capturada en el punto de mira. Pero, ¿a quién demonios le interesa informar sobre un pastoso y gregario mitin electoral? Acabamos de ingresar en la entropía de la política. Las moléculas se reordenarán de nuevo después del próximo  28 de mayo, cuando se abran las urnas. Hasta entonces, calma.