La historia comienza con una partida de domínó entre vecinos en el destartalado y mugriento bar de una aldea de montaña. La charla que sobrevuela el golpeteo de la fichas sobre la mesa es anodina pero está cargada de una latente violencia. Es la manera holística, por decirlo así, que adopta Rodrigo Sorogoyen para introducir al espectador en la angustiosa trama de su película, la multipremiada con todo merecimiento As bestas. Sorogoyen es un genio en el arte de insuflar desasosiego y maldad en un diálogo en sí misma inocuo, y recuerda el cine de Quentin Tarantino. Pero este parodia códigos cinematográficos consabidos, que hacen previsible el desenlace y alivian la ansiedad del espectador. Tarantino nos dice en cada fotograma que lo que estamos viendo es cine, la forma de consuelo más eficaz inventada hasta ahora por el género humano.
Sorogoyen y su co-guionista, Isabel Peña, por el contrario, escarban en hechos reales que están en la memoria y en la conciencia del espectador, enterrados bajo toneladas de banalidad que es la materia de la conversación pública. El espectador es invitado a ver la desnudez de los personajes y la vulnerabilidad de su situación a través de las palabras que quieren ocultarlas. Su cine recuerda a la fértil irrupción de los cineastas europeos de cultura alemana en el Hollywood de los años treinta: Erich von Stroheim, Fritz Lang, Douglas Sirk o Billy Wilder, que elevó esta disonancia entre lo que se dice y lo que se es al rango de comedia sofisticada y descacharrante sin perder ni un gramo de su carácter trágico. El cine de estos tipos, como el de Sorogoyen, se impregna de terror: personajes dominados por una pulsión ciega, la hybris de los griegos; un guión musculado, bien articulado y sin ápice de grasa; escenas concisas, ineludibles y todas significativas; diálogos pertinentes y a la vez elusivos, y un final catártico en el que la compasión es el último vestigio de humanidad que queda y puede ser compartido.
La conversación de bar que da inicio a la película introduce una historia que tiene dos partes bien diferenciadas: masculina y femenina. En la primera, son los machos de la especie quienes se desafían y se enfrentan; en la segunda, las hembras cargan con las consecuencias y padecen sus efectos, cuidan el predio y dan sentido al trabajo de la tierra y paz a la comunidad tribal. La historia contiene una enmienda al discurso dominante en el feminismo vigente, típicamente urbanita, lo que no impide que los personajes femeninos sean robustos, conmovedores y alejados de estereotipos. Es también una película sobre las trampas del progreso y de la globalización, términos que hoy se nos dan como sinónimos, y de gentes desplazadas por sus exigencias, que comparten el anhelo de rescatarse a sí mismas de su fracaso personal: unos quieren salir del primitivismo en el que viven, convertido en un infierno; otros, volver a él para rehacer el paraíso perdido. El estado de derecho, representado aquí por unos guardias civiles ineficaces y perezosos, es impotente para armonizar los términos de este conflicto, movido por fuerzas externas, bien identificadas pero incontrolables.
Algunas películas españolas despiertan en el espectador una añoranza por el cine-club, al que tantas buenas horas de entretenimiento formativo debe. Viendo las películas de Alejandro Amenábar, Ágora y Mientras dure la guerra, el viejo pensó que deberían formar parte del currículo de bachiller; ayer le asaltó la misma ocurrencia frente As bestas, pero fue de inmediato disuadido por el chisporroteo de los móviles a su alrededor. Si espectadores maduros, por encima de los cuarenta, digamos, no son capaces de mantener la atención en la película en una sala llena por efecto de los premios Goya, ¿qué autoridad persuadirá a un adolescente para que la vea?